Mucho antes de que Manuel Mora Serrano creara el turismo literario provincial a mediados de los sesenta —que más bien era una especie de gastronomía literaria utilizada por Manolito para descubrir nuevos escritores en los pueblos del interior—, ya existía en la capital un tour bibliográfico dedicado a visitar las librerías de la capital.
En un espacio de cuarenta manzanas, desde la calle Padre Billini a la Caracas (de sur a norte); y desde la Isabel la Católica a la Palo Hincado (de este a oeste), Santo Domingo tenía una librería por cada restaurante, incluyendo las fondas. Hoy, ese mismo perímetro citadino tiene alrededor de cuarenta restaurantes por cada librería —¡y cuidado si menos! O sea, el abultamiento gastronómico, aupado por un turismo masivo, ha sobrepasado a las librerías, exceptuando una multiplicación de bouquinistes en El Conde y sus periferias. La capital dominicana, de ciudad que amaba las librerías, se ha convertido en una zona casi desprovista de ellas.
Mi día bibliográfico era el sábado y mis compras de libros no requerían tarjeta de crédito ni chequera: Rodolfo Coiscou, Sebastián Amengual, Pedro Bisonó, Héctor Western, Julio Postigo, los hermanos Escofet, Antonio Cuello, Pedro Bisonó, Franklin Franco, Antonio Lockward y más tarde Virtudes Uribe, me vendían a crédito; solo bastaba un simple registro de los libros para completar la venta. Luego, cuando Blasco y Villaverde fundaron sus librerías, los tours literarios se ampliaron con títulos de cine, religión y lingüística.
Los libros y las ciudades siempre han tenido un maridaje clandestino desde que Johann Gutenberg inventó la imprenta a mitad del Siglo XV y las urbes comenzaron a distinguirse por sus libros, como la actual Lisboa, que ostenta hoy la distinción mundial de ser la ciudad con más librerías: 41,6 por cada 100 mil habitantes (según The World Index).
En un ejercicio de masoquismo literario me retrotraje al interregno que siguió a la revolución de abril, donde una parte de nuestra juventud se vistió de luto y dolor; todo dimensionado desde un estructurado triunfo electoral de Balaguer sobre Bosch. En ese ejercicio me pregunté si la construcción histórica del sujeto dominicano no habría sufrido en aquella coyuntura una sustracción, un bloqueo hacia la lectura, cuyo malestar nos ha acompañado desde que los Trinitarios, encabezados por Duarte en 1844, escribieron sobre diamante el nombre República Dominicana.
No sé si esta generación de cibernautas la conoce, pero tras la efervescencia revolucionaria de abril, escribí Viaje de regreso, una pequeña pieza teatral donde dibujé el círculo agónico que rodea y acogota la frustración del sujeto dominicano y lo reta a enfrentar vida, cultura y porvenir en el desasosiego de un diálogo de sordos.
La desaparición de las librerías podría relacionarse a la expansión de la televisión, los celulares, la Internet y sus plataformas, cobijadores del brillo transitorio del fenómeno viral, el cual llena los espacios de abandono y soledad de las nuevas generaciones, cuya apatía a la palabra impresa preocupa y asusta. ¿Será esto un ocaso?

