El espectáculo soy yo en este agrio intermezzo. No te atrevas a dudarlo. Soy yo, el incomprendido, el madrugador de las noches silentes. Sí, soy yo, el que danza con la muerte, el que supervive en al ático con la niebla, el rocío y los detritos. Soy yo, el que alcanzó los éxtasis del Ida, del Píngala y el Sushumná, cuando navegué ferozmente por tu cuerpo. Soy yo, el que coronó su cráneo de chakra sobre chakra para despertar las sensaciones de travesías iluminadas y las asimetrías del sistema.
¡Ah!, la Kundalini, aquel brote pasionario abierto y prendado en ti como una sensación de alivio, de redondeos para subir y bajar desde los reductos físicos de la intemporalidad. ¿Lo recuerdas? Nos perdíamos en lo etéreo del silencio, auscultando cada instante, cada suspiro emergido desde los planos en que el gozo se convertía en una gota diluida de razón, de frenesí, y de locura emancipada, rota, imberbe, aterrada y fría.
Pudimos en ese instante mágico de alquimia y embobamiento, convertirnos en silbos luminosos. Ahora, sin embargo, soy angustia, un despojo, amada mía; una fatiga aprisionada en la aurora final. Aún lo recuerdo todo y especulo sobre los que medraban en las inmundicias de la intriga, para apartarme de su lado como un balón, como un canto rodado a la orilla del arroyo. Los nombres están ahí y no pueden ser confundidos.
Están agrupados en un barril de escupitajos, porque la intriga ha sido la materia usada por los que carecen de pudor para operar las loas, las cobas dadas desde el dolor y la miseria, desde el caos que torna infierno cada instante, cada momento fugaz donde surge el gusano del odio, ese que nos envuelve, petrifica y nos convierte en muñecos de feria.
Yo fui el inventor de las fórmulas, amor mío. Era el favorito del harén de amanuenses y payasos. ¿Acaso no fui yo el que suministró los brebajes servidos para fortalecer las exclusiones, las excusas y pasajes que soliviantaron la sangre? A cada país di su poción específica de mentiras, hundiendo mi pluma en la más hedionda de las letrinas: esta es tu poción, hermano venezolano; esta es la tuya digno hijo de Roosevelt; tómate este amargo batido, amigo brasileño.
Yo conduje la pluma Parker que desafió a Hitler y con ella demarqué lo que es hoy nuestra penuria. Esculpí —si puede llamársele así— la geografía aplastante de este dolor que no cesa. Y sobre estos cansados hombros se agita una llama en extinción, la vaga silueta del hombre-bastón, del hombre-canario, del hombre-armario, del hombre-toro, del hombre-tren, del hombre-espejo, del hombre-río, del hombre-cruel, del hombre-fetiche.
¿Y todo para qué? ¿Para esta prisión viviente que me carcome y apaga? ¿Para este dejar pasar a un Balaguer que más tarde o más temprano se alzará con el santo y la limosna? ¡Oh, qué crueldad esta, la de atajar para que otro enlace!.
(Fragmento del capítulo VI de «El Personero», 1984-1999 —Premio Nacional de Novela, 1999)