Opinión convergencia

Adiós, querido Iván

Adiós, querido Iván

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Esta podría ser, quizás, una de las motivaciones que llevaron a Iván García a crear las cargas simbólicas en los personajes de «Fábula de los cinco caminantes» [Fórtido, Mínimo, Orátulo, Cárnido y Resoluto], los cuales llenan sus intervenciones a través de una sinonimia absoluta; disolviendo sus individualidades a pesar de las profundas sinécdoques que producen sus nombres y la generalización cognoscitiva de los totales enfrentados. Esta obra, muy parecida a «Esperando a Godot», sólo alcanza alrededor de ciento ochenta intervenciones dialogales [más el monólogo de Orátulo], por lo que su montaje favorece una amplia exposición de contrasentido.

El parecido de la pieza de García con Esperando a Godot, de Beckett, se circunscribe a eso que Maurice Merleau-Ponty enuncia: «La pretendida evidencia del sentir no se funda en un testimonio de la consciencia, sino en el prejuicio del mundo’» («Phénoménologie de la perception», 1945). Tanto la obra de Beckett como la de García involucran cierta hipóstasis en sus discursos, atando el destino humano a la evasión constante de sus vinculaciones con un ordenamiento metafísico. Los personajes de Esperando a Godot [Estragón, Vladimir, Lucky, Pozzo y Un muchacho], aguardan un desenlace que nunca llega; porque, ¿para qué involucrar lo que se espera de un mundo donde la desesperanza y los mitos socavan la libertad? Sin embargo, en Fábula de los cinco caminantes sí se hace sentir, porque la espera es un aliado convencional, un repetidor de historias que convierte la esperanza en recompensa.

En García, lo bueno y lo malo en el humano, su intervención a favor o en contra del devenir, estimula los equilibrios vivenciales en virtud de la existencia de una clara clasificación simbólica respecto a lo natural y lo absurdo [lo verbal y ultraverbal]. Pero ambas obras conducen a ese fenómeno señalado por Eco: «Cómo se comunica o se significa y qué es lo que se comunica o significa» («Tratado de semiótica general», 1975).

Martin Julius Esslin, quien creó el término «teatro del absurdo» en su libro del mismo nombre, publicado en 1961, lo definió como «una forma de expresión dramática que encara con valentía un mundo que ha perdido su significado y ya no es posible aceptar más tiempo las formas estéticas basadas en una continuidad estandarizada». De ahí, esa trituración de frases huecas que establece un correlato entre la incoherencia y la asfixia de la angustia, la cual se abate en los diálogos de un teatro que, no obstante haber llegado tarde al país, encontró en Iván García y en mí, sus cultores a comienzos de los sesenta.

Como proyecto didáctico, el Ministerio de Cultura debería establecer temporadas para montar obras pertenecientes a esta vanguardia teatral. Y creo que le haría un gran favor al país, tan inmerso en montajes de ese otro teatro, el light, el fácil y enajenante, que es demandado por un contenido evasivo donde el mensaje se diluye en modulaciones ordenadas por narrativas apoyadas en el puro entretenimiento, en el mero espectáculo… en lo viral.