Con la prudencia que exhibe un reloj suizo, que deja transcurrir los segundos sin ruborizarse en el absoluto dominio del tiempo, asimismo es la diplomacia practicada por el canciller estadounidense Antony Blinken, que en estos momentos está sentando precedentes en esta difícil y complicada tarea de las relaciones internacionales.

El manejo de complejas situaciones que se presentan en los escenarios globales, está haciendo de Blinken un experimentado diplomático, que conduce fina y respetuosamente las coyunturas exteriores, lo que lo eleva a un alto pedestal en la peliaguda arena mundial. No cabe compararlo con Henry Kissinger, pues los contextos son diametralmente diferentes.

Poner en una balanza su gestión y la de Hillary Clinton lo reivindica, pues con sólo su papel de apagafuegos (whistle-blower) en la espeluznante crisis israelí-palestina, como también de enderezador de entuertos en las constantes «metidas de patas» (screw up) del presidente Joe Biden, lo hacen ver en otra dimensión. Indiscutiblemente estamos ante la diplomacia al más alto nivel.

Pero independientemente de toda la magia del mandamás de la cancillería estadounidense, si nos vamos a un análisis sintomatológico de la visita de Antony Blinken a la isla, surgen un conjunto de interrogantes que las notas de prensa más que aclarar, oscurecen. Cabría cuestionar: ¿Se avizoran dificultades en las relaciones dominico-haitianas, ahora con las nuevas autoridades vecinas que inclusive ni asistieron a la toma de posesión del presidente Luis Abinader? ¿Hay algún mensaje encriptado que únicamente este funcionario del Departamento de Estado puede compartir entre ambos gobiernos? ¿La estridencia de la denuncia de Amnistía Internacional disparó las alarmas en Washington? ¿Por qué el periplo fue Puerto Príncipe-Santo Domingo y no viceversa?

Cuando una visita trae más preguntas que respuestas, entonces estamos ante una disyuntiva abductiva, llevándonos necesariamente a una observación de conjunto.