Desde niño me dio con ser periodista. Y no encuentro otra explicación a las causas de esta vocación “incurable” que las vívidas referencias que delante de mí hacía doña Ana de su hijo Radhamés.
Hablaba con tanto entusiasmo y amor de su hijo periodista, ausente debido a su ocupación como periodista de El Caribe, en la Capital.
Me embelesaba escuchando contar los prodigios de quien escribía la historia día a día. Leía en voz alta, con tan fluido encanto las crónicas de su hijo que me imaginaba estar en el mismo teatro de la noticia.
En medio un evento reseñado, más bien expuesto y dimensionado con maravilloso esmero. Marcado por estas historias, reflejado en la gloria de quien puede contar los hechos para compartirlos con toda la humanidad y transformarla, me contagié de la manía de escribir. Ver, escuchar y relatar.
En casa de doña Ana y don Ramón, a decir verdad, lo material parece irrelevante. Nunca escuché hablar allí sobre la marca y el modelo del carro que comprara Radhamés para exhibirlo como trofeo a sus logros profesionales. Triunfos alcanzados que enviaba diariamente en cada edición de El Caribe, donde firmaba sus crónicas. Las celebrábamos, curiosos, más bien. No teníamos edad para entenderlas.
Pero lo más impresionante no eran las noticias compartidas a la hora del almuerzo o con una tacita de café. Destaca el valor del deber cumplido, la seriedad y responsabilidad del vástago ausente. Nada competía con las prendas morales derivadas del ejercicio de una profesión tan riesgosa en medio de una dictadura, exageradamente melindrosa y quisquillosa. Más aún cuando se trataba de su reputación o imagen.
Transcurrían los años 50, en plena Era de Trujillo. “Santiago es Santiago” tenía entonces más sentido. Mi madre visita con cierta frecuencia la casa de doña Ana y don Ramón Gómez. Creo que lo hacía por su amistad con Euclides, Dánae y Teresita, hermanos de Redhamés. Pero era doña Ana quien nos dispensaba las más cálidas y amables atenciones en su hogar, a donde siempre fuimos bienvenidos.
No puedo negar que me atraía la casi siempre tupida mata de cerezas sembrada en el patio de la casa. Recuerdo que un día don Ramón me obsequió unas cuentas. Hace algunos años le relaté a Radhamés ese gesto de su padre, y me comentó, entre risa, que yo era muy dichoso porque su padre cuidaba celosamente y contaba esas cerezas, día a día.
Estos recuerdos nos permiten recrear aquellas muestras memorables de amor filial, y sobre todo, conocer el origen de la decencia, el coraje y probidad de un hombre que toda su vida se dedicó a ejercer su oficio con honestidad y decoro. Como Dios manda.
(Artículo publicado hace ocho años, compilado en el libro La imagen no lo es todo, del autor).