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El blanco mar

El blanco mar

Por: Gerardo Castillo J./ gerardocastilloj@gmail.com

El blanco mar (2021), de Amable Mejía, es la cuarta novela de este autor dominicano y uno de sus diez libros publicados. En esta novela breve, el poeta, narrador y articulista, hace gala del dominio de una técnica narrativa que le aproxima al boceto del pintor, del arquitecto.

Los personajes quedan descritos por lo que dicen, por una actitud, por una postura moral o política. Son los rasgos mínimos, el trazo suficiente para que percibamos la profundidad, la riqueza emocional de los personajes. La economía de recursos y ciertos diálogos me han hecho recordar, de forma grata, a Juan Rulfo. La atinada selección de personajes, nombres y circunstancias, a García Márquez. Eso es lo obvio. Lo no tanto, la fuerza y la ironía dramática de Samuel Beckett.

Los eventos a los que asistimos al leer son escenificaciones que solo pueden producirse a través de la lengua. De manera que, para mostrar «lo que ocurre» el autor hace hablar a los personajes.

Y para situar históricamente el relato, el autor explica, de forma sucinta y amena, un asunto, un acontecimiento que es una coordenada. Consciente del manejo de la técnica, ofrece al lector los detalles imprescindibles, pues sabe que tanto en la seducción como en la narración, el poder consiste en provocar la sed, no en saciarla (Lodge, 2006, p.185)*.

Como la música, la literatura es un arte de tiempo. El tiempo, como ocurre con la coherencia textual, se manifiesta en dos planos. En el plano interno, determina el ritmo de la lectura; en el plano externo, provoca en el lector la percepción de que las horas, los días y las estaciones se suceden. En El blanco mar, Amable Mejía consigue una especie de anulación técnica.

La brevedad en la literatura nos induce a pensar que el tiempo se acelera. Para comprobar esa percepción he vuelto sobre dos novelas breves que suelo releer: Sostiene Pereira (1998), de Antonio Tabucchi y Seda (1996), de Alessandro Baricco, pero al volver a El blanco mar no logro construir, no logro percibir que el tiempo avanza y descubro entonces que el hilo narrativo que tiende Amable Mejía está provisto de pocas o muy pocas referencias temporales que despierten en el lector la sensación de que el tiempo avanza. En El blanco mar el tiempo parece estar detenido, casi como la ola en la fotografía.

La novela está atravesada por una forma matizada del suspenso. Sabemos que la técnica consiste en colocar al protagonista del relato en situaciones de peligro inminente que se suceden a través de la historia de forma conveniente con el fin de mantener al lector en vilo. Amable aplica el procedimiento pero lo retarda, lo diluye y lo hace formar parte de la atmósfera total del relato.

Ese suspenso diluido provoca en el lector la certeza de que algo amenaza a los personajes. Es un suspenso que está más cerca de «Luvina»,  de Juan Rulfo, que de «Casa tomada», de Julio Cortázar. A esa tensión suave contribuyen, tanto el cambio de punto de vista como la economía de información que se provee al lector sobre los personajes y sus circunstancias.

Como ocurre con Gabriel García Márquez en algunas de sus historias, el manejo del punto de vista es lo que le imprime vida y movimiento al relato. En general, estamos ante un narrador omnisciente que parece contarnos, a través de viñetas puntuales sobre una construcción, lo que ocurre en un pueblito después de la muerte de Trujillo. Sin embargo, la lectura atenta nos permitirá acceder a otro nivel de representación del relato y descubrir que la historia gira en torno al signo que une tanto las vidas de los personajes como la existencia del pueblo mismo: la soledad.

Cada vez que abordamos un nuevo capítulo, asistimos a una escena de soledad. La forma lacónica en que suelen comunicarse los personajes, los ambientes cerrados en los que habitan, la tinta de calamar de las mentiras y la lluvia impertinente y pertinaz concitan una soledad que todo lo permea, como la lluvia o la humedad que le precede y le sigue.

Esa soledad que pesa como una loza es, probablemente, una forma de simbolizar el peso del miedo por la tiranía que aún pervive. Y esa presencia de la soledad, que emana de las escenas, de las vidas de los personajes y de la lluvia, es lo único que justifica el título: la cerrada y cegadora soledad de la inmensidad del mar en contraste con el sentimiento de naufragio que dejó la ruptura de un orden, aunque fuese para el bien todos.

El autor es profesor universitario.

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