Editorial

El Defensor del Pueblo

El Defensor del Pueblo

Si en la práctica no se redujera a una instancia burocrática, meramente decorativa, “El Defensor del Pueblo” como figura para canalizar conflictos sociales tuviera cierto sentido. Sin que la figura se apruebe podrán pasar siglos, no sólo 12 años, y a la población le importará un comino.

Amnistía Internacional, que ha puesto el tema sobre el tapete con su solicitud a la Suprema Corte de Justicia de que presente la terna de aspirantes, ignora, sin duda, la realidad nacional. Se espera que de la misma forma que se han rechazado sus informes sobre violaciones de los derechos humanos, de esa misma manera se rechace su medio de presión. No se puede descartar hasta algún tipo de interés en el asunto.

Que el artículo 192 de la Constitución faculte al tribunal a tomar la decisión si la Cámara de Diputados no lo hace en los plazos correspondientes es lo que menos importa. Lo que importa, en todo caso, es que no están dadas las condiciones para que República Dominicana cuente con un “Defensor del Pueblo” que funcione. La Carta Magna establece que la función esencial es contribuir a salvaguardar los derechos fundamentales de las personas y los intereses colectivos y difusos consignados en leyes adjetivas u otros órganos del Estado.

En una nación donde la Constitución no es más que un protocolo y las leyes sólo se aplican a los más débiles “El Defensor del Pueblo” no pinta nada. Como nada va a resolver la gente nunca se ha hecho mayores expectativas con una figura que sí aumentará la ya pesada carga burocrática.

La figura constitucional, uno de esos lujos que por aquí se exhiben como muestra de avance y modernización del Estado, ha funcionado en los países donde se respetan las leyes e incluso las tradiciones. Pero en aquéllos donde ni siquiera hay garantía jurídica ha sido un fiasco.

Antes de abocarse a la elección el Congreso tendría que rasgarse las vestiduras, cumpliendo y velando por el cumplimiento de las leyes. Cuando no ha renunciado a su función de legislar resulta que los congresistas se han hecho de la vista gorda o simplemente se han limitado a legitimar deplorables desafueros.

Tampoco existe la menor garantía de que la instancia sería integrada por figuras que, sin necesidad de ser políticamente independientes, puedan avalar que los intereses de la ciudadanía estarían por encima de las ambiciones de poder que tanto han debilitado el sistema institucional.

Con “El Defensor del Pueblo” puede esperarse hasta que estén dadas las condiciones de que cumplirá alguna función, antes que convertirse en una figura decorativa, pero con alto costo para el contribuyente. Ahora mismo puede ser más significativo un compromiso con las leyes que crear nuevas instancias que, en ocasiones, derivan en centro de conflictos.

El Nacional

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