Cinco hombres se cubrían el frío invierno con frazadas donadas por la Cruz Roja; la mía, me la había pasado Gilberto de la Rosa González, un emepedeista perseguido de Joaquín Balaguer, refugiado en Chile.
Minutos antes de traspasar las rejas de la prisión para abordar un nuevo exilio, esta vez a Suecia, me dijo: “compañero, esto es lo único que tengo para dejarte”; y me abrazó, llorando; también lloré.
Han pasado 52 años del 9-11, uno de los episodios más trágicos de la historia, que recuerda el bombardeo al palacio y el asesinato del presidente Salvador Allende Gossens.
Como testigo de aquellos hechos, quiero compartir con los amables lectores algunos recuerdos de mi prisión en Chile.
En la Penitenciaría Nacional de Santiago quedaban el boliviano Jorge Navia Quiroga, el brasileño Ivens do Monte Lima, Jorge Lafitte Smith, de Uruguay, Pedro Schacumakos Corso, argentino; y yo.
Meses en prisión y no sabíamos si algún día volveríamos a ver la libertad, el don más preciado del hombre después de la vida, o si nos destrozarían como a Víctor Jara.
La única certeza era que Lafitte estaba preso por ser sociólogo; Navia Quiroga, por ser de una Bolivia donde había estado el Che Guevara; do Monte Lima por ser del país del socialista derrocado Joao Goulart; y yo, por haber viajado desde San Juan de la Maguana para conocer a un poeta.
Eran nuestros delitos identificados.
La otra certeza, que de ese lugar no había escapatoria. Pero nuestros captores no contaban con la inteligencia de Jorge Lafitte; él venía de Uruguay y en ese país se había producido la operación “El abuso”, la fuga más grande de todos los tiempos, puesta en práctica en 1971 por 106 tupamaros que escaparon del presidio de Punta de Carretas, y 38 presas de la cárcel de mujeres.
Entre los fugados se encontraban José Mujica, quien 39 años después sería presidente de Uruguay, y Lucía Topolansky, su esposa, que fue presidenta del senado, primera dama y hermana de María, otra fugada.
Jorge, con la motivación de esa hazaña, estaba convencido de que la fuga era la única forma de escapar de aquel infierno.
Pensaba en la construcción de un túnel; pasaba las noches tocando el piso y pegando el oído en las paredes huecas. El plan funcionaría. ¿Cómo? Según Pedro, apoyándonos en un contacto del exterior que nos ayudara con algo de dinero para contratar un helicóptero que, en el horario que salíamos de las celdas a tomar el sol en el patio, se suspendería a la altura de la pared de la cárcel, desde donde saltaríamos. Montándonos en los hombros de cada uno, daríamos un brinco para alcanzar la escalera y penetrar a la nave.
El primero en saltar sería yo, por ser el más flaco, y Jorge, el más corpulento, prestaría sus hombros y sería el último.
El helicóptero, volando la Cordillera de los Andes, nos dejaría en la frontera con Argentina, probablemente en las cumbres de Mendoza.
Para concretar el plan, necesitábamos un contacto en la parte exterior de estos muros, alguien que ayudara.
El problema era que no teníamos ese contacto; con nuestras familias y amigos allende los mares, estábamos aislados. ¿Qué hacer?
Finalmente, nuestra fuga de la cárcel en Chile no se produjo, quedó como un plan trunco de prisioneros temerosos por sus vidas, obsesión de Jorge y Pedro inspirados en la experiencia de Lucía Topolansky, Eleuterio Fernández, Mauricio Rosencof y Pepe Mujica, esos héroes de Uruguay escapados a través de una red de túneles desde dos presidios de la dictadura.
Tras el fracasado escape, de la cárcel fuimos saliendo de uno en uno y a Jorge, ahora radicado en Brasil, lo volví abrazar en Montevideo 44 años después. De los demás, sólo de Navia Quiroga supe que estaba en Holanda como embajador de Bolivia.
El autor es poeta.