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El día que sepultaron a José Ángel Buesa

El día que sepultaron a José Ángel Buesa

La crónica la firmó el periodista Eduardo Montaño, y para el Listín Diario está, con pudor, estampada. Gracias al tal Montaño, el sepelio del poeta (14 de agosto, 1982) no pasó (como debe pasar todo) totalmente al olvido, a los mugrosos pies de la intrascendencia. Escarbando informaciones más prácticas y que al diario vivir solventen, en El Archivo, me topé con ella.

Como quien busca un bagre para con la saciedad alzarse, en la nota busqué detalles: esos socavones de hechos donde el diablo coloca con estrategia ígnea sus tizones. En la fotografía (que el “pie de foto” se traga), se observa un grupo de personas, la mayoría vestida de blanco y negro: normativa del luto de la época y para que el percal del dolor y el bolero se exprese; al fondo, lo que parecen tumbas, por debajo de los hombros de las personas, los nichos, y en medio, el hombre, que adivino fue quien asestó al dolor y a ese instante, el panegírico.

Antes, José Ángel Buesa (vecino feliz del verso cursi) estuvo en la capilla La Paz de la Lincoln. Tieso y con las manos en el pecho, lo imagino, además del pelo engominado que con la tapa cerrada del ataúd ganaría más negrura. Apunta (el de la libreta y no el de la pistola) el periodista que “una larga hilera de vehículos acompañó al cortejo fúnebre”. Pienso en el coche fúnebre desplazándose lento, con la lentitud de quien lee un poema extenso, pateando todo apuro.

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Hombres y mujeres que deliraron y recitaron sus poemas se movieron, pisaron el cementerio. “Amigos de José Ángel Buesa que asistieron a su sepelio, recitaron sus poemas y destacaron sus cualidades como poeta”. Me imagino cómo debió sonar: “pasarás por mi vida sin saber que pasaste” o “yo seguiré soñando mientras pasa la vida”, recitados en medio de la brisa triste que siempre produce el camposanto.

Me remata los sesos lo siguiente: “Era colaborador de la Oficina Nacional de Planificación, donde se encargaba de revisar todas las colecciones de la entidad”. Inevitable avizorar la ironía: el hombre de los versos recitados en toda América Latina desde la poltrona hermosa de lo cursi y por enamorados y onanistas febriles, día a día, inmiscuido en ver cifras, datos, en una oscura oficina ensombrecida siempre por eternos burócratas.

Se sabe (gracias al cronista) que llevaba en retiro tres años. Y que el periodista (respetuoso de las normas de la gramática) y para no desentonar con la gloria del caído vate, le llamó en un momento del escrito: “caballero extinto”. Y es que para Buesa, para escribir esos versos edulcorados, algunos guantes blancos debió llevar puesto, suministrados por el romanticismo y por el Rubén Darío anfitrión de bohemias.

En el entierro de Buesa, ocurrieron cosas extrañas, que en su momento pasaron desapercibidas. Un empresario (Adriano Rodríguez, ese de Adrys Production) fue el que pronunció el panegírico, y un general retirado (Bolívar Belliard Sarubbi) se atrevió a expresar un comentario sobre la poesía del extinto.

Extrañamente, la crónica nos hace entender que no asistió poeta notable alguno al sepelio del aeda cubano. Salvo una oscura procesión: “una comisión de exiliados cubanos asistió al sepelio”. ¿Tenían envidia los poetas dominicanos de la fama de Buesa, de lo celebrado que era por las masas populares? ¿Un poeta menor lo consideraban? ¿O lo miraban como la academia mira la gleba? Bueno, pero allí estuvo una noble camarilla: la de la Cámara de Representantes de Puerto Rico.

Según el escrito de Montaño, y al no haber poetas, me digo: El celo, de la mezquindad es vecino. La nota no dice si había sol, o si llovió. Extraño esto, pues soy lector aficionado a que me ambienten los hechos. Pero, reconozco que esto me le dio más misterio. El sepelio en el Cristo Redentor fue llevado a cabo, y digo esto por si alguien se anima a ir a recitar algunos versos frente a su tumba, a darle unas pataditas al olvido, que nunca están de más, como un verso cursi.

El autor es escritor.