Los dominicanos tendemos a vernos en nuestros defectos y virtudes como una nacionalidad excepcional. Lo reflejamos en nuestra política, en el ejercicio profesional o laboral, en nuestra historia, en nuestras conversaciones de sobremesa y hasta en nuestra farándula.
Es tan marcado el sentimiento que llegamos a los extremos de hacer de nuestro excepcionalismo una marca de exportación a través de nuestro turismo. No soy sociólogo para atribuirlo a algún complejo de isla, pero está ahí como el calor y la humedad que nos rodea en este terruño en el medio del Mar Caribe.
Entendemos que nuestros problemas son excepcionales por lo que por lo general imaginamos sus soluciones como extraordinarias, y atribuimos tanto nuestros logros como nuestros fracasos a “cosas de dominicanos”.
Quizás algún día llegará el momento que despertemos a la realidad de que no somos especiales, que nuestras virtudes no son inauditas ni nuestros problemas y defectos tan insuperables, y quizás allí empecemos a trabajar en soluciones.
Los problemas del tránsito en nuestro país no se deben a que “los dominicanos no saben manejar como seres civilizados” o que haya algo especial en nuestro ADN que nos impida comprender las más simples reglas de conducir.
Nuestras ciudades siguen creciendo de forma desordenada, y en la medida en que las condiciones de vida vayan mejorando en el país y más personas puedan costearse un vehículo, menos aptas van a estar nuestras calles y avenidas construidas para el Santo Domingo de 1970 para manejar el flujo de vehículos, y menos racionales lucirán las señalizaciones puestas para condiciones que no aplican desde hace décadas.
No me cabe duda que podemos sustituir a los conductores dominicanos por suizos y tendríamos ineludiblemente el mismo problema, porque no se trata de nosotros sino de la mentalidad cortoplacista con la cual nuestra red vial fue diseñada y su falta de seguimiento.
Diariamente en el mundo se negocian trillones y trillones de dólares en los mercados internacionales, y existen montones de empresas con más de todo el PBI de la República Dominicana guardado en efectivo.
Pero tantas personas acá exhiben una voracidad para acaparar los pocos cheles que por aquí circulan, sin miramientos a legalidades o si quiera a las necesidades más básicas del prójimo, para luego ostentar de sus patéticas riquezas sobre las pilas de cenizas que dejan a su paso.
Los dominicanos no “somos buenos” como bien lo puede atestiguar cualquier turista que es atracado en las salidas del aeropuerto, pero tampoco “somos malos” como lo demuestran millones de nuestros compatriotas que día y noche trabajan honestamente para mejorar sus condiciones de vida.
No somos excelentes, a pesar de lo que tratan de vender las auto-premiaciones que nos hacemos, pero no somos inservibles porque a pesar de todos nuestros tropiezos, de alguna forma hemos seguido avanzando.
La República Dominicana y los dominicanos no tenemos nada de especial por sobre ningún otro país o nacionalidad, somos al igual que el resto seres humanos; lo que es bueno.
Una vez aceptado ese hecho, quizás nos empecemos a dar la oportunidad para ser mejores.