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El fugaz enamoramiento infantil

El fugaz enamoramiento infantil

Pese a su inocencia y casi total castidad, mantengo gratos recuerdos de los enamoramientos de mis días de infancia.
Una de mis primeras noviecitas fue una niña hermosa que vivía frente a mi casa, y que con frecuencia se paraba en el balcón de su residencia.

Parecía que su curiosidad precoz disfrutaba el espectáculo del callejero trajinar cotidiano, similar a lo que hacía yo desde la galería de la humilde morada de mi familia.

La muchachita, de bellas piernas y sedosa cabellera negra que circundaba ojos vivaces de igual coloración, colmó de románticas ensoñaciones mi imaginación.

La familia de la chicuela tenía moderada holgura económica, y en la radio de su hogar disfruté desde mi galería largas jornadas musicales, con mi melomanía incurable, entonces incipiente.

Una tarde, bajo cómplice penumbra crepuscular, conversaba con la grácil chiquilla en mi patio hogareño, cuando repentinamente me echó los brazos al cuello, y me estampó besos apresurados en las mejillas. La sorpresa que me causó aquel impulso cariñoso me inmovilizó de pies a cabeza, lo que causó turbación en ella, llevándola a emprender veloz carrera hacia su casa.

El pudor de sus siete años de edad, y el mío de los ocho, nos alejó en las horas y el día siguientes, del balcón y la galería.
Y cuando volvimos a ocupar esos lugares fuimos los castos infantes que éramos antes de sus besos, con el detalle adicional del cese de sus visitas a mi casa.

Sin embargo, se llenó de tristeza el corazón en mi pecho cuando poco después se mudó la familia de mi novia de escasos segundos y numerosos besos, y setenta y dos años después no la he vuelto a ver.

A través de la prensa me enteré de su matrimonio hace ya varias décadas, con un próspero empresario, y por el mismo medio supe de su reciente viudez.

Fui un niño de sentimentalismo exacerbado, lo que me llevaba a frecuentes enamoramientos castos de las infantes de mi entorno, de otras barriadas, y de las escuelas privadas donde aprendí las primeras letras.

En una de estas llamadas entonces escuelitas particulares, tuve un romance fugaz con una condiscípula de rubia cabellera, cuya dentadura mostraba ausencia de algunas piezas, algo normal en nuestras edades.

La escasa duración de estos enamoramientos era la regla, y generalmente no dejaban huellas en la pareja.
No obstante, conozco casos de amores infantiles que culminaron años después en matrimonio, y otros en uniones consensuales, a veces duraderas.

La inocencia y la inexperiencia mundanal de la infancia me llevaban a considerar como novias a muchachitas con las cuales había bailado estrechamente abrazado y con rostros adheridos en fiestas familiares.

Esa circunstancia se plasmó con hermosa veracidad en la letra de una melodía bolero que decía que “el romance murió cuando terminó el baile”.

Cuando con mi temprana vena romántica jugaba en mi etapa de infante a las escondidas en alguna casa, buscaba la proximidad con las chicas cuando nos ocultábamos en algún rincón como parte del entretenimiento.
Algunas, desconocedoras de mi malicia precoz, permanecían quietas, pero llevé más de un empujón por parte de una que otra niña alerta y desconfiada.

Mi primera noviecita real, con quien compartí besos en los asientos traseros de un cine cuyas butacas limpiaba, con remuneración de entrada libre diaria a sus películas, fue una marimacho robusta y coqueta.

Celosa y posesiva, tenía unos dos años y diez libras más que yo, y no he olvidado la patada en una canilla que me asestó, al escuchar el piropo que le dirigí a una adolescente que cruzó por mi lado.

Debo admitir que no la enfrenté, debido a que fui testigo de la golpiza que le propinó a un muchacho de contextura física superior a mi escasa anatomía de esos años.

Mi congénito sentimentalismo me convirtió en mi infancia de pobreza en el radio oyente que vivía imaginariamente las situaciones que describían las letras de boleros, sones, guarachas y merengues, ritmos poco escuchados en el mal gusto musical de hoy.

Reitero que pese a su escasez de duración y de caricias, la casi totalidad de los hombres viejos añoramos nuestros amoritos infantiles, reales o imaginarios y sentidos, de un lejano ayer.

El Nacional

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