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El niño pintor

El niño pintor

Había una vez un niño que quería ser pintor, pero que a juicio de su padre no tenía las condiciones necesarias para dedicarse al oficio donde los colores, la gracia del trazo, el ojo, pero sobre todo, la destreza del artista, son necesarias para crear lo bello. El niño se la pasaba mirando cuadros de los grandes genios que adornaban sus libros, tanto que se soñaba caminando por las calles empedradas de Italia, recibiendo consejos de Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Sandro Botticelli.

Era tal insistencia del niño por ser pintor, que muchas veces el padre tuvo recriminarle pues estaba descuidando las tareas diarias de la escuela. En cierta ocasión el progenitor recibió la queja de la maestra, quien le dijo: “su hijo se la pasa realizando bocetos, mirando las nubes, observando los rostros de sus compañeros, para luego intentar plasmarlo. Es un niño terco”.

Por más consejos que le dio su padre para que en esa pasión no invirtiera tanto ahínco, el niño persistía en su sueño. Pero, el padre, también se alargaba en su empeño de que lo abandonara. Un día fue directo y brusco con él, y le dijo: “mira, hijo, yo también en mi juventud quise ser un artista famoso, quise que mis cuadros se colocaran en las galerías de París y que la gente se quedara admirada de los mismos, pero no tenía la técnica necesaria para ello, y por lo que he visto de los tuyos, tú heredaste mi falta de talento.”

El niño se puso triste. Tal confesión lo estremeció en lo más profundo. Pero eso no fue suficiente para que él desistiera de su empresa, y como pudo comprobar su padre, en las noches se acostaba tarde, haciendo ejercicios, dibujando rostros, mezclando colores y tratando de formas figuras.

Un día el padre vio la oportunidad perfecta para hacer que abandonara sus intenciones irrefrenables dedicarse al arte. Sucedió que al pueblo llegaría un renombrado artista plástico de Italia, uno de esos que de vez en cuando se ponen en boga y que venden cuadros a precios inimaginables, es decir con muchos ceros, y que el mismo realizaría un concurso para elegir un niño y llevárselo a su taller para entrenarlo y convertirlo en artista.

Sabía el padre que en el pueblo habían niños que dominaban de mejor manera y eficazmente las técnicas artísticas, aunque no tuvieran la misma pasión que su hijo. Fue por lo que luego de comunicarle la noticia, le propuso inscribirle en el concurso, a lo que el niño accedió feliz, pensando que era una oportunidad fabulosa.

– Si pierde, ya dejará esa enfermiza tendencia, dijo el padre.
Así se hizo. El niño se preparó para la competencia. Duró días ensayando, practicando. Cuando llegó al salón donde se realizaría la prueba de su vida, vio que estaba lleno, y que había cientos de niños que perseguían el mismo sueño.

La prueba empezó. El maestro dio las instrucciones, repartió lápiz y papel, y le dijo que dibujaran lo que su alma sintiera. Eso sí, el maestro dio la opción de que quien quisiera podía dibujar un trabajo que él había hecho en la pizarra. Era un trabajo difícil, pero muchos optaron por hacerlo.
La mayoría lo hizo bien.

El niño sin embargo tuvo dificultades en algunos trazos. Cuando miró a su alrededor vio que la técnica empleada por los demás niños era certera, lo que le había permitido calcar con destreza el dibujo del maestro.

Se sintió, entonces, perdido. Pensó que no podía jamás ganar la competencia y empezó a llorar abundantemente, a lo que al maestro al darse cuenta fue y le preguntó que le pasaba. Cuando se enteró, pasándole la mano por los negros cabellos, le dijo de nuevo que recordara el primero consejo dado, que pintara lo que su alma le dictara, que no tratara de hacer lo que había hecho.

A partir de ahí, el niño, observó que las lágrimas que había caído sobre la página y que el sudor –por el nerviosismo- que había producido sus manos, habían creado dos hermosas manchas. Sobre esas apariciones fortuitas trabajó, y trabajó, inclinó el lápiz. Empezó a agregarle colores y entusiasmo, y el resultado estuvo listo: un dibujo que no se parecía a ningún otro.

Al evaluar los dibujos, el maestro notó que la mayoría había copiado su dibujo y que lo habían hecho con técnica formidable. Pero cuando se encontró con el trabajo del niño, quedó maravillado: éste había hecho un trabajo único auténtico, una obra de arte, donde la luz interior del niño sobre el papel había quedado trazada.

El niño ganó. Su padre recibió la noticia, y celebró a viva voz su persistencia por lo que le permitió viajar a Italia y ser el ayudante del taller del pintor.

El Nacional

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