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El poder de la imagen

El poder de la imagen

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“Las imágenes se prestan tanto para ser exhibidas y veneradas, como para ser profanadas y destruidas. Éstas, como sustitutos de lo representado provocan, específicamente, manifestaciones públicas de lealtad o deslealtad”, expresa Belting, y añade que “cuando el delegado papal proclamó el cisma de la iglesia en Constantinopla (1054), criticó a los griegos por presentar la imagen de un hombre mortal en la cruz e intentando representarlo como a Jesús muerto”. Belting, en su ensayo, es explícito: “Al arribar los prelados griegos a Italia para el Concilio de Ferrara-Florencia (1438), fueron incapaces de orar frente a las imágenes sagradas occidentales, cuyas formas no les eran familiares”.

Este desacuerdo selló la desunión de la iglesia cristiana. Belting escribe que el desacuerdo iconográfico igualó al sostenido en la disputa por el aspecto lingüístico y el concerniente al filioque (al hijo), que llegó al punto en que el patriarca Gregorio Melisenos expuso argumentos en contra de la unión del cristianismo, arguyendo que “al entrar en una iglesia latina no podía orarle a ninguno de los santos allí retratados, porque no reconocía a ninguno de ellos”. En su exposición, Melisenos dijo que “aunque reconocía a Cristo no podía orar frente a él porque no reconocía como lo retratan” (Belting).

La imagen religiosa no fue aceptada por la iglesia sino hasta principios del Siglo XI, cuando el catolicismo comenzó a desprenderse de su pasado judío, aunque ya en Nicea II (787 d.C.) “la teoría del icono es formulada de acuerdo a los preceptos de su definición teológica y al tenor de su necesaria contraposición frente a otro tipo de imagen representacional de lo divino” (Jean-Luc Marion: Dios sin el ser, 2010). De ahí, a que el rechazo del patriarca Melisenos a las imágenes renacentistas de Cristo y los santos en aquel 1438 —se puede apostar a ello— se originó en que las figuras representaban deidades parecidas (o retratadas, tal como el prelado argumentó) a los hombres que veía laborando o caminando por las calles de Florencia y Ferrara. Aquel resabio se produjo, es bueno resaltarlo, en pleno Renacimiento, y las bases de la iglesia ortodoxa estaban muy alejados de aquella revolución cultural y, ¿por qué no?, teológica.

Aunque ni Giorgio Vasari, ni los que interpretaron las cronologías y lugares en donde se produjeron las grandes creaciones estéticas, organizaron el sentido de una racional historia del arte, este honor lo obtuvo el alemán Johan Joachim Winckelmann a mediados del Siglo XVIII, que reivindicó la conciencia griega de la kalokagathia (difusión del arte trascendente) y se convirtió en un teórico de ese movimiento (1755). Desde el Siglo XIV al XVI, el proceso fundamental del Renacimiento cubrió todo el sistema creativo e involucró a poetas, científicos, matemáticos, narradores, historiadores, impresores, escultores, arquitectos, pintores y filósofos, en un corpus que entretejió a figuras, no sólo itálicas, alemanas, flamencas, holandeses, francesas y británicas, sino que, como correlato, desató la furia de la exploración geográfica con Cristóforo Colombo a la cabeza.

El Nacional

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