República Dominicana, pedacito de terruño insular, depositario de tantos anhelos, ha caído en una desfachatez generalizada. Solo algunas de esas miserias se exponen con crudeza espeluznante. Son más las que ocurren de manera clandestina, formando un cúmulo extraordinario de daños y perjuicios contra la nación, que de reintegrarse al patrimonio colectivo las pérdidas que le ocasiona, fuera distinta la realidad calamitosa que nos acogota.
Hace unos días, el país azoraba su mirada ante el más reciente escarnio. Un antiguo diputado, funcionario público y, sobre todo, dirigente del partido que controla las llaves que abren el cofre del poder, humillaba a autoridades policiales que se resistían a acatar los dictámenes del infalible código redactado, promulgado y publicado por la decisión medalaganaria de un fanfarrón petulante.
El resultado de este acto primitivo fue el traslado de la dotación policial insubordinada ante el Mesías y su exposición vomitando ante el impávido auditorio nacional, sin rubor, acciones públicas y privadas inconcebibles en cualquier escenario con un mínimo de institucionalidad.
El peor error que podríamos cometer sería atribuir connotación de aislado a este episodio bochornoso. El Querido, por encima de un mote cariñoso, es símbolo lamentable de esta sociedad, resumen perfecto de lo que somos y muestra irrefutable de lo que nos urge trascender.
Este esperpento impresentable apenas nos sirve para identificar la punta del iceberg en cuyas profundidades se escudan las bases de un conglomerado social desprovisto de reglas de aplicación sin privilegios, donde una alícuota de poder pesa más que toda la recopilación legislativa.
La vergonzosa delación de este payaso no condujo a sus jefes políticos ni siquiera a sancionarlo con una reprimenda, lo cual evidencia que ni las apariencias interesa preservar, menos siendo electorales los tiempos que corren y no pueden arriesgarse votos que este populista garantiza para asegurar la continuidad de la orgía.
Las autoridades que nos gobiernan no pueden eludir su responsabilidad. No solo por sus casi 16 años al frente del Estado, sino por lo impensable que resultaba que después de sus retóricas previas a las horas de poder, esto estuviese ocurriendo en el paraíso que nos prometieron.
Nadie más institucionalista que ellos, nadie más organizados, más respetuosos del ordenamiento legal, más modernos, más civilizados, más conceptuales. Hasta que la realidad vino a revelarlos en su auténtica dimensión, en su esencia, que los muestra como lo que son: Perpetuadores de nuestras problemáticas más acuciantes. Nada cambiará si ellos permanecen.