Para la Organización Internacional del Trabajo (OIT), “el trabajo decente sintetiza las aspiraciones de las personas durante su vida laboral.
Significa la oportunidad de acceder a un empleo productivo que genere un ingreso justo, la seguridad en el lugar de trabajo y la protección social para todos, mejores perspectivas de desarrollo personal e integración social, libertad para que los individuos expresen sus opiniones, se organicen y participen en las decisiones que afectan sus vidas, y la igualdad de oportunidades y trato para todos, mujeres y hombres”.
El impacto del empleo decente en la desigualdad lo expresa con mucha claridad el académico David T. Ellwood, en la obra Combatiendo la desigualdad, coordinada por Olivier Blanchard y Dani Rodrik, quien sostiene que para enfrentar de forma real y sostenible la desigualdad, se debe dejar de tolerar los empleos de mala calidad.
Más allá del crecimiento económico o la educación, transformar el panorama laboral debe ser una prioridad política y social.
Por tal razón, Ellwood sostiene que millones de trabajadores, especialmente en economías desarrolladas como la de los Estados Unidos, se encuentran atrapados en trabajos mal pagados, inestables y sin beneficios.
Son empleos que no permiten construir una vida digna, mucho menos ofrecer seguridad a largo plazo. Paradójicamente, estos puestos son fundamentales para el funcionamiento de la sociedad. Entre estos trabajadores se encuentran los del cuidado, limpieza, servicios de comida o repartidores, entre otros, sin los cuales gran parte de la vida cotidiana colapsaría.
La pandemia de COVID-19 desnudó con gran claridad esta contradicción. Muestra de esto es que mientras algunos podían trabajar desde sus casas, otros arriesgaban su salud en empleos mal remunerados que apenas les daban para sobrevivir.
Se trato de una experiencia colectiva que hizo imposible seguir ignorando la brecha entre el valor real del trabajo y su retribución económica. Ellwood propone que el punto de partida no debe ser únicamente la creación de más empleos, sino de mejores empleos.
Continuando con Ellwood, se debe destacar el criterio de que para transformar el mercado laboral se requiere voluntad política y un cambio de paradigma.
Según él, se necesita una combinación de medidas como establecer salarios mínimos más altos, garantizar acceso a beneficios como salud y licencias pagadas, fomentar la sindicalización y responsabilizar a las empresas por las condiciones que ofrecen a sus empleados. También propone subsidios e incentivos fiscales para las compañías que mejoren la calidad de sus puestos.
Debe quedar claro que esta visión sobre el empleo decente no significa una simple redistribución de riqueza, sino una revalorización del trabajo. Un empleo de calidad no solo ofrece ingresos suficientes, sino también respeto, estabilidad, crecimiento y sentido de propósito.
Cuando las personas tienen trabajos dignos, la desigualdad disminuye, la cohesión social mejora y la economía se fortalece desde abajo.
Al mismo tiempo, se advierte que transformar empleos de baja calidad en empleos decentes no es una tarea sencilla, pero los beneficios son evidentes: mayor movilidad social, reducción de la pobreza y una democracia más sólida y equitativa.
Finalmente, es de vital importancia y urgencia transformar los empleos de mala calidad en empleos decentes.
Los grandes aumentos de salarios mínimos que impulsó el presidente, Luis Abinader, contribuyen con la transformación del empleo y con una sociedad más equitativa y sostenible.