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Espera maternal

Espera maternal

Pedro Pablo Yermenos

El corazón se le hacía jirones cada vez que uno de sus hijos se marchaba del país. Perder el contacto cotidiano con su descendencia, era algo que le resultaba difícil de manejar. Siendo, como era, madre abnegada, la descompensaban esos interminables períodos sin información sobre la suerte que corrían sus polluelos.

Cuando la ausencia la encarnaba su primera hija, aquel regalo que le concedió la vida después de dos varones y una espera de diez años, el asunto se tornaba desesperante. Para ella, continuaba siendo la bebé soñada, a quien había entregado sus mejores cuidos y en quien depositaba confianza absoluta de que se convertiría en la mujer que con tanto esmero había ido forjando.

Hay que ubicarse en aquella época. Un pueblito donde apenas hacía unos meses habían instalado la primera central telefónica. De esas de clavijas, donde una operadora manejaba el tráfico de llamadas internacionales y su prioridad estaba en relación directa con los vínculos afectivos con quienes solicitaban sus servicios. Los aparatos eran de discos, en los que marcar el cero implicaba dar un giro total a la rueda y sus identificaciones eran de solo tres números.

En ese contexto, el correo era el más práctico mecanismo de comunicación con los seres queridos separados por miles de kilómetros. Al final de la tarde de cada día, en un carrito destartalado, se enviaban las cartas y paquetes a un pueblo vecino, de donde eran trasladados a la capital para continuar su pesada trayectoria a través de la cual, después de un largo periplo, llegar a sus destinos respectivos.

El dolor de madre por ausencia de hijos

En el trayecto inverso, en el mismo medio de transporte, arribaban al pueblo las epístolas provenientes de muchas partes del mundo, sobre todo, de Estados Unidos. Don Luis, El Cartero,  a bordo de una rudimentaria bicicleta de canasto, recorría las polvorientas calles del municipio llevando consigo la buena nueva aguardada con ansiedad por destinatarios ilusionados.

A eso de las cuatro de la tarde, la progenitora angustiada, sin fallar, se sentaba en la galería de la casa, con expectativa de ver llegar el sobre blanco con un avioncito azul dibujado en su esquina superior izquierda y su nombre escrito con letras preciosas en el centro.

Indescriptible la desilusión de aquella mujer cuando su emisario predilecto respondía con negativas a las miradas implorantes que solo una madre es capaz de emitir ante el tormento lacerante de no tener noticias de su prole.