Cuánto esperar la muerte de esta vergüenza! ¡Cuánto aguardar -con la cautela del viejo esquinal- que muera la negrura del abismo! Los días desfilan tan lentos, tan a dosis de suero y miel, tan a retazos y baldíos, que cada paso es una tos lejana, difusa, frente a una multitud que vocifera y se pervierte entre saltos. ¡Qué caminar, qué lentitud, qué pérdida de años preciosos, qué malgastar de tiempo y rosas! ¿No podrá alguien hacer disparar la pólvora, retumbar los tambores y estremecer los caobos y laureles? ¿Dónde están los depositarios del dolor, de esta esperanza que enlutamos por instantes y hace estremecer la línea de ese horizonte que yace y sepulta los gritos de la alegría?
¡Cuánto se alarga la desaparición de este gris recuerdo, de este látigo que reverbera como eco sin canción en los oídos asombrados, ensordecidos y sellados! ¡Cómo se dilata la carcajada del sepulcro, del ávido comején que devora y nos devora, que tuerce y cambia las señales, que enmudece y cose nuestros labios, que varía los textos para matar la intención! ¿Cuándo el puño golpeará la niebla, el hocico oscuro del quelonio que ríe, que espanta, que muerde, que engaña, que desdobla las página del bosque y taladra la espesura del silencio?
¡Qué horror! ¿Hacia dónde me conducirán estos nudos que me ahorcan, que establecen fronteras e iniquidades, desdobles y figuras yermas? ¿Hasta cuándo permanecerá este hábito regresado de contenerme en la nostalgia, de tumbarme como adolescente sobre las cortapisas horizontales y vagar sobre un sensualismo inútil como un jinete apocalíptico, como una ruptura de la vieja estampa, como una fijación del viento entre los pinos? ¡Qué horror! ¿Será acaso que estos años de pleno desorden ambiental y de giros constantes, fijaran una variante para operar lo inoperable, lo ya sentenciado en el propio viento, en las huellas cambiantes de mis genes?
No, no puede encontrarse ya aquella flor, aquella premura rodante para vencer las prisas; aquella sensación de que todo es posible cuando las manos se abren frente al horizonte. No puede existir ahora la misma sonrisa de la foto inerte, del instante que no vive, que no cumple las sentencias y evade el calendario. Por eso, lo ridículo se hace presente en la propia moda que se imita, que se observa entre los reflejos soleados de las vitrinas relucientes, ya condenadas por el silencio de la congoja.
Ha regresado mi nostalgia con la caída grosera del cabello, con el abultamiento indeseado de mi vientre y de esta espalda que se dobla. ¿Habrá alguna pequeña recompensas dorada para la sombra de mis ojos? ¿Llamará alguien desde la acera de enfrente cuando mis lágrimas salgan como torrentes? Pero aquí espero en este caos que me aflige y ciega; aquí espero al cuervo y al buitre, al rinoceronte y al mamut, al tigre y la ballena, porque, ¿para que aguardar por la paloma y el sinsonte, si las plumas y las lentejuelas se perderán en la tarde que muere?.