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La poesía fue el ejercicio literario común entre los jóvenes intelectuales de los sesenta y la limitaban a denunciar lo que acontecía en el ámbito político, sistematizándola con fines ideológicos. La poesía embriagaba porque se agolpó irreverentemente en un espacio-tiempo muy denso y se exaltó en y después de la revolución de abril, a la que siguió una prosa esplendente y trans-social, pero con residuos caprichosos de poesía.
Sin embargo, aún no deseaba hacer poesía, aunque estaba mordido por el morbo de escribirla, o motivado por esa necesidad de síntesis que posibilita la unidad molecular y emancipadora del verso.
Y eso me sedujo antes de los cincuenta años, mientras escribía Currículum a los cuarenta y uno. Porque dentro de la síntesis que podía proporcionarme la esencia del verso, estaba la capacidad de fragmentación que Lukács descubrió en Klopstock, el creador de la lengua poética alemana moderna: «La esencia de la poesía estriba en que, con la ayuda del lenguaje, muestra cierto número de objetos que ya conocemos, o cuya existencia sospechamos» (Estética II, 1963).
La poesía me inundó cuando el tiempo físico me sobró; un tiempo que tenía dispuesto para finalizar lo que consideré una producción literaria ambiciosa: El Personero, la novela que interrumpí para producir la campaña de la JCE en 1986. Sin embargo, cuando tenía todo dispuesto para finalizar El Personero y retomar lo que detuve en la página cuatrocientos y pico, vino el derrumbe del muro berlinés, primero, y luego la desintegración de la Unión Soviética.
Antes, no obstante, había producido unos poemas que Mateo Morrison me pidió para el suplemento literario que dirigía en el diario La Noticia, donde en uno de esos poemas (Trampa para un sol cambiante), expresé todo lo que se había agolpado súbitamente en mí y no podía explicarme.
Para Lukács existe «una cierta dispersión, una co-presencia de instantes irrelatos» (Obra citada), cuando la negación se aferra —como esencia— al momento de los empujes de las fuerzas sociales; y comprendí que el escenario para la creación no se puede preparar.
Al menos, no para este tipo de creación, donde el ritmo representa la respuesta. En su discurso de 1958 (De la subjetividad en el lenguaje), Émile Benveniste revela la trascendencia de “instituir el campo posicional del sujeto, la tríada yo-aquí-ahora”, apoyando que “es en y por el lenguaje como el hombre se constituye en sujeto”. Es decir, “es ego, quien dice ego”. Descubrí entonces que la poesía no parte de una referencia que se extrae a priori, sino de una necesidad vital desvinculada de los contextos inmediatos.
Así, el momento de la poesía no se me presentó como la esencia transubjetiva de la prosa, cuya construcción exige una mimesis fundamental y su fragmentación, ese ritmo que da historicidad al verso; lo que me abrió hacia una arquitectura en donde lo estético alcanzó otros límites. Por eso, mi poema Confín del Polvo comenzó a estructurarse, tomar forma, impulsado por un aliento de desinhibición indescriptible.