La publicidad dominicana, desde su estructura orgánica, no ha marcado un paso más eficiente como discurso debido a cierta desvinculación de continuidad con la intelligentsia que la nutrió con vigor en el decenio de los sesenta. Y aunque la mayoría de sus componentes no participó en una integración compacta, sino más bien fluctuante y sin aportar —salvo dos o tres excepciones— conocimientos enriquecedores para fundar una teoría sobre su discurso u operar con valiosos aportes una verdadera transformación del mimo, los beneficios para el sistema aún se sienten.
El modo de integración de esa intelligentsia se limitó a una práctica circunstancial de la actividad, pero sin ejercer —como correspondía a su categoría social— una inmersión en el aparato teórico de la actividad.
Ese fenómeno, al que muchos desdeñan sin detenerse a estudiarlo, podría arrojar muchas respuestas sobre la conducta de no sólo el intelectual pequeñoburgués de ese estadio socioeconómico, sino —un poco más allá— de toda una generación que fue atrapada por el férreo discurso dictatorial de Trujillo, primero, y luego y sucesivamente por una lucha revolucionaria ideologizada, por el golpe de estado a Bosch, por una guerrilla, y por un sistema de transición encabezado por Joaquín Balaguer, causante principal de muchos traumas y frustraciones.
Pero no obstante, de un mercado informativo de frases y acuñamientos referenciales para excitar ventas y alargar un mecanismo de persuasión al que no era preciso complementar en demasía, la publicidad de comienzos de los sesenta y decenio de los setenta se integró al mercado nacional a través de la reproducción de memorias individuales y, sustancialmente, de valoraciones subjetivas. Porque, ¿cómo se le podía pedir a la intelligentsia que creaba las campañas y los anuncios, que olvidara sus militancias y luchas en provecho de un nuevo ordenamiento sociocultural? .
Era la terrible oposición entre una superestructura ideológica neoliberal que vertebraba el mundo desde un ordenamiento ético-cultural diferente al que establecía la vieja publicidad, que intentaba utilizar al individuo como un fin de transferencias de ideas, algo que no pudo digerir el grueso de esa intelligentsia y sólo los no pertenecientes a ella pudieron insertarse plenamente, asimilando el ejercicio de crear y escribir campañas sin comprender a fondo el fenómeno de una actividad que se transformaba exponencialmente. Pero es bueno aclararlo: ni antes ni ahora —en que no se ha logrado asimilar «un-darse-cuenta»- la finalidad de la actividad publicitaria ha podido explicar la interpretación cultural de para qué sirve al tejido social la publicidad, además de excitar ventas.
Esto, debido a que lo ambivalente como dubitación ofusca y tiende a bloquear el conocimiento, la razón que lleva a comprender la importancia de alcanzar y valorar esa correspondencia kantiana que responde al nombre de «categoría de la relación» («Crítica de la razón pura», 1781-87).
Sin embargo -y es posible comprobarlo-, en este proceso de algo más de sesenta años (1961-2024), ha habido una pura ganancia para la publicidad en tanto discurso creativo; así como para la superestructura ideológica del establishment, en tanto discurso cultural.