Si no hubiese escuchado voces en español o contemplado a José Antonio Matías frente a mí, habría jurado que me encontraba en Japón. Wako, el esposo de Yushiko y padre de Mikiko, me presentó a sus otros hijos: Hiroshi, el mayor; Kyushiro, el menor, y Akira el del medio, que era seguido por Mikiko, al cual nombró así en honor del famoso director japonés, Kurosawa, nacido en 1910, de quien Wako era un ardiente admirador.
Encontré extraño que Wako, siendo agricultor, supiese la existencia de Akira Kurosawa. Pero mis dudas se disiparon cuando me dijo que trabajó al lado del realizador de Rashomon, en 1942, estando Kurosawa rodando su primer film, Sugata Sanshiro, con sólo treinta y dos años.
-Ya estábamos en la guela -afirmó Wako con los ojos a medio nublar; luego agregó en tono profundo-: Kurosawa no tenía mucho dinelo pala película… pelo fue glande película y muy taquillela.
Pensé en Rashomon, el gran éxito estético del cine japonés, en 1950 y la razón moral de su producción: la búsqueda de la verdad a través de los otros; donde la actuación de Toshiro Mifume sentó precedentes histriónicos. El solo pensar en Rashomon me provocó cierta nostalgia, debido a que llegué a ese otro extraordinario filme de Kurosawa, Los Siete samuráis, realizado cuatro años después de Rashomon, donde la defensa del débil vilipendiado por el fuerte es el leitmotiv del film.
Y a seguidas me hice una pregunta: ¿acaso con un revólver al cinto, no había permitido que golpeasen frente a mí a mi amigo Rodríguez?.
Wako habló de la primera gran novela japonesa, Taketori Monogatari, explicándome que cuando escuchara la palabra monogatari, la asociara a una narración que describía la historia de alguien. Me habló después del Kojiki, la crónica antigua, la base fundamental de la prosa nipona; y luego de la otra gran obra esencial, la Mannyoshu, una antología de veinte volúmenes de poemas recopilados en el Siglo VIII. Al hablarme de la Mannyoshu, Wako se estremecía y su voz se quebraba, produciendo ronquidos de una sonoridad asombrosamente musical.
Pero donde Wako lloró abiertamente, fue al hablarme de Basho y del haikú, recitándome algunos versos estructurados en 5, 7 y 5 sílabas.
Cuando declamó el haikú de la rana y el estanque, Wako se deshizo en lágrimas; al recitar a Basho, Wako pronunciaba el español tan claro como cualquiera, aunque hacía esfuerzos extraordinarios para que las eres y erres brotaran como las pronunciábamos nosotros.
Al emitir entre sus labios la palabra rana, hizo brotar la R igual a como lo hacía Mikiko. Y cuando Wako habló del diario del creador del haikú, entornó los ojos y expresó: «Pronto se va la primavera | lloran los pájaros | hay lágrimas en los ojos de los peces…»
Sí, hubiese deseado permanecer allí, frente a Wako, oyéndole hablarme de Kurosawa, Basho y la literatura japonesa, tomando un sabroso té de jazmín preparado por Yushiko.
(Fragmento de mi novela «Guerrilla nuestra de cada día», 1964-2002).