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La gobernanza: De la lucha ideológica a la comercial

La gobernanza: De la lucha ideológica a la comercial

Nicolás Mateo
lonimaca@hotmail.com

 Durante casi todo el siglo XX, la política y la gobernanza estuvieron marcadas por una lucha ideológica profunda. Capitalismo y socialismo no solo representaban modelos económicos y políticos antagónicos, sino visiones opuestas del mundo, del poder, del Estado y de la justicia social.

Gobernar era elegir bando, asumir una ideología y defenderla incluso a costa de conflictos internos y externos.

En las últimas décadas, ese escenario ha cambiado de manera sustancial: la gobernanza ha transitado de la confrontación ideológica a una lógica cada vez más comercial, pragmática y utilitaria.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo quedó dividido en dos grandes bloques. En ese contexto, gobernar implicaba alinearse con una doctrina: libre mercado o planificación estatal, propiedad privada o colectiva, democracia liberal o partido único.

Las políticas públicas se diseñaban como expresiones directas de una ideología y los objetivos políticos de esta.

En América Latina, África y Asia, esta lucha ideológica se expresó en revoluciones, dictaduras, golpes de Estado y guerras civiles, muchas veces alentadas por intereses geopolíticos externos. La gobernanza era sinónimo de poder político duro y control del Estado.

La caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética marcaron un punto de inflexión. El llamado “fin de las ideologías” no significó la desaparición de las ideas políticas, sino su subordinación a criterios de eficiencia, estabilidad y rentabilidad.

La gobernanza comenzó a redefinirse: ya no se trataba tanto de transformar la sociedad según un ideal, sino de administrarla como si fuera una empresa, pero siempre el ser humano relegado a un papel secundario, importan las ganancias, no el bienestar común.

Conceptos como gobernanza, buen gobierno, gestión pública moderna y balanza comercial ganaron protagonismo.

El Estado pasó de ser un actor ideológico a convertirse en un gestor, un regulador y, en muchos casos, un facilitador de negocios, pura y simple.

En el mundo actual, la gobernanza se mide por indicadores económicos: crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), atracción de inversión extranjera, competitividad, y estabilidad macroeconómica.

Los gobiernos compiten entre sí como marcas-país, ofreciendo incentivos fiscales, mano de obra barata y marcos legales “amigables” para la inversión de capitales frescos.

Las campañas políticas, a su vez, adoptan estrategias de marketing: el ciudadano es tratado como consumidor, las promesas como productos y los partidos como empresas electorales.

La ideología se diluye en slogans, mientras que la toma de decisiones se traslada con frecuencia a organismos técnicos, consultoras y actores económicos con gran poder de influencia.

Este tránsito hacia una gobernanza comercial ha traído eficiencia en algunos aspectos, pero también profundos dilemas.

La reducción de la política a gestión puede vaciar la democracia de contenido, debilitar el debate público y aumentar la desigualdad social. Cuando gobernar es “hacer negocios”, el bien común corre el riesgo de subordinarse a los intereses privados.

Además, la desconexión entre gobernantes y ciudadanos se agrava: las grandes decisiones económicas suelen tomarse lejos del control popular, lo que alimenta el desencanto, el abstencionismo y el surgimiento de discursos populistas que prometen recuperar la “política perdida”.

En la segunda mitad del siglo XX, la gobernanza se ejercía desde trincheras ideológicas claras. Cada decisión pública estaba cargada de significado político. Privatizar o estatizar, abrir o cerrar la economía, alinearse con Washington o con Moscú no eran simples medidas técnicas, sino declaraciones de principios.

El desafío del siglo XXI consiste en reconciliar eficiencia y ética, mercado y justicia social, gestión y visión política.

La gobernanza no puede limitarse ni a la lucha ideológica estéril ni a la fría lógica comercial. Necesita recuperar el sentido de proyecto colectivo, sin renunciar a la transparencia y a la buena administración.

Más que elegir entre ideología o mercado, el reto es construir una gobernanza que ponga la economía al servicio de la sociedad y de la gente, y no la política al servicio del negocio y de la inversión privada.

El autor es escritor y periodista.

El Nacional

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