Por: Luis Henry Molina
Cuando un país celebra sus avances, las imágenes más repetidas suelen ser las de obras visibles: carreteras nuevas, puertos ampliados o zonas francas en expansión. Lo que casi nunca aparece en esas fotografías es la infraestructura que sostiene silenciosamente que todo eso funcione: un juzgado que decide a tiempo, un contrato que se ejecuta sin conflicto, un expediente digital que evita meses de espera.
Sin embargo, con el paso de los años he confirmado algo que cada vez está más respaldado por la evidencia internacional: la justicia es, en esencia, infraestructura del desarrollo. No se levanta sobre columnas de hormigón, ni requiere cables de alta tensión, pero sostiene la vida económica y social del país con la misma importancia que cualquier otra obra estratégica.
Fue a mediados de la década pasada cuando el Banco Mundial empezó a incluir en su informe Doing Business un indicador que, para mí fue una señal importante: el tiempo, el costo y la calidad del proceso para resolver una disputa comercial pasaron a medirse como un criterio directo de competitividad. El mensaje era claro: un sistema judicial eficiente es un factor tanto económico como institucional.
Una justicia lenta o imprevisible afecta la inversión, reduce la productividad, dificulta el acceso al crédito y encarece la vida cotidiana. Lo vemos en situaciones muy concretas: un pequeño negocio que no recupera una deuda, una familia atrapada en un conflicto sucesorio interminable, un trabajador que espera años una sentencia laboral. Son historias comunes, y cada una tiene un costo económico y humano que raramente aparece en los titulares.
La OCDE lo ha formulado desde otro ángulo igualmente relevante: el acceso efectivo a la justicia incide en el bienestar tanto como la educación, la salud o el empleo. La persona que alquila una vivienda, la emprendedora que firma su primer contrato, la mujer que denuncia violencia, el migrante que busca regularizar su estatus: todos dependen de un sistema que responda de manera comprensible, cercana y oportuna. Por eso, una justicia centrada en las personas es una condición para que los derechos funcionen y para que la vida sea previsible.
Europa también ofrece otra lección valiosa. Los informes comparados de la CEPEJ muestran que los países que tratan la justicia como una verdadera infraestructura (con inversión constante, planificación, métricas y evaluación pública) logran mejoras sostenidas en eficiencia, confianza y transparencia. Y esta evidencia confirma algo esencial: la justicia no mejora por inercia; mejora cuando se convierte en política de Estado y se gestiona con la misma disciplina que cualquier otra infraestructura crítica del país.
El Índice de Estado de Derecho del World Justice Project, reafirma lo mismo con datos globales. Allí donde el Estado de derecho se fortalece, se observa mayor estabilidad institucional, mejor clima de negocios y sociedades más igualitarias. La relación es directa: cuando el Estado de derecho se debilita, el desarrollo retrocede; cuando se fortalece, las oportunidades crecen. No es un asunto ideológico, sino profundamente práctico: sin reglas claras, nadie puede planificar su futuro.
Esa evidencia internacional ha servido para interpretar nuestra propia experiencia en la República Dominicana. Cuando asumimos el desafío de transformar el Poder Judicial, comprendimos que la modernización no podía limitarse a renovar edificios, cambiar equipos o digitalizar sistemas. Era necesario algo más profundo: construir una justicia que funcionara como infraestructura pública, capaz de reducir incertidumbre, ampliar oportunidades y fortalecer la convivencia democrática.
Un país que aspira a desarrollarse necesita un sistema judicial a la altura de sus aspiraciones económicas y sociales.
La decisión de diseñar un plan decenal, la Justicia del Futuro 2034, surgió precisamente de esa convicción. En lugar de reaccionar a urgencias coyunturales, optamos por planificar la justicia con la misma lógica con la que un país piensa su sistema carretero o energético: con visión, con datos, con metas verificables y con la participación de miles de actores distintos. Cuando la justicia se planifica a diez años, deja de ser un conjunto de parches y se convierte en un proyecto de país.
En este proceso, la reducción sostenida de la mora judicial, la digitalización masiva de expedientes y audiencias, la apertura de datos, la profesionalización de la gestión y la ampliación del acceso territorial han sido pasos concretos para que la justicia se convierta en un motor real de desarrollo. Son avances que ya muestran resultados medibles en eficiencia, confianza y acceso.
En los últimos años, la República Dominicana ha mejorado su desempeño en indicadores internacionales de justicia y Estado de derecho. Y esta visión conecta directamente con una aspiración nacional mayor: el proceso de acceso de la República Dominicana a la OCDE.
Ese paso coloca al Estado dominicano en una autoevaluación profunda, donde la justicia ocupa un lugar central. La OCDE no observa únicamente cifras macroeconómicas; evalúa la fortaleza del Estado de derecho, la integridad institucional, la eficiencia de los servicios públicos y la previsibilidad normativa.
Por eso, el proceso de reforma judicial que estamos impulsando no solo mejora la vida cotidiana de las personas; también demuestra que el país está construyendo las bases institucionales esenciales para aspirar a estándares globales de un desarrollo entendido de manera integral.
Porque también es desarrollo cuando una madre finalmente recibe la pensión alimenticia que esperaba desde hace años, una microempresa por fin cobra una deuda o un ciudadano obtiene una respuesta rápida sin tener que viajar horas para llegar al juzgado más cercano. La justicia se convierte en infraestructura del desarrollo cuando deja de ser un laberinto y se vuelve en un camino accesible, confiable y humano para la ciudadanía.
No se trata, por tanto, solo de crecimiento económico, sino de la posibilidad de que cada persona viva con dignidad y previsibilidad.
Por eso, afirmar que la justicia es infraestructura del desarrollo no es una metáfora, sino una convicción respaldada por evidencia y resultados. Es también una de las razones por las que la República Dominicana puede presentarse ante el mundo como un Estado que planifica, que moderniza y que construye institucionalidad para una generación entera. Una justicia fuerte no solo resuelve conflictos: hace posible el futuro.

