Si trascendieran a los medios de comunicación las experiencias que suele narrar la gente sobre la ola de violencia que se manifiesta a través de crímenes, secuestros, asaltos, atracos y vulgares raterías, el drama de la inseguridad, con todo y lo conmovedor que resulta, fuera más alarmante todavía.
Casos como los asesinatos de tres colombianos, un español y un venezolano en Santiago, el asalto en Yaguate de un cónsul de Venezuela en Puerto Príncipe y los frecuentes feminicidios y suicidios, sin incluir una caterva de crímenes horrendos, para colmo impunes, forman parte de una cadena de sucesos que se superan por las atrocidades.
En medio de esa atmósfera que tiene a la gente espantándose hasta de su propia sombra no se siente que las autoridades prestan la debida atención a la inseguridad y el desorden que se han propagado por todos los confines del territorio. En todo caso, es obvio que las medidas adoptadas han sido ineficaces.
La gente está que se pone bronca ante la presencia de cualquiera, porque hoy los asaltos y atracos son cometidos por quien cualquiera menos se imagina. Eso es desde personas bien vestidas, con buenos modales y en vehículos en buenas condiciones hasta imberbes ganados por la calle.
Basado en la violencia callejera, que no es la única que atormenta a la población, el Gobierno, tras el fracaso de Barrio Seguro, un programa más mediático que pragmático, se ha decantado por el aspecto represivo como antídoto para restaurar el orden y la seguridad ciudadana.
Pero son muchos los elementos que han de tomarse en cuenta, como problemas económicos, para enfrentar con éxito la ola de violencia, de la que no se pueden excluir los feminicidios y suicidios, aunque los crímenes y atracos sean los que más aterroricen a la ciudadanía.
Por más esfuerzo que haga y por mejores que sean sus intenciones la jefatura de la Policía no podrá por sí sola con una violencia con tantas aristas. A los crímenes con el sello del narcotráfico, los atracos, la muerte de mujeres y los suicidios se agrega no sólo un evidente desprecio por la vida, sino claros síntomas de crispación social.
Que el Gobierno trate de no alarmar a la población se entiende como estrategia para evitar que se afecten sectores como la inversión y el turismo. Pero ante la dimensión alcanzada por el fenómeno, como exponen sucesos conmovedores, las autoridades tienen que dar pasos más concretos y eficaces para restaurar la seguridad y confianza de la población.
