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Malas deciciones

Malas deciciones

Pedro P. Yermenos Forastieri

Se conocieron en una de las vacaciones de ella en el pueblo de él. Ambos en plena adolescencia, en la intensidad de los estrenos memorables de la iniciación de las llamadas del deseo. Estremecidos día a día con urgencias físicas a las que es preciso atender, sea en improvisadas compañías o frenéticas soledades.

Uno y otro supusieron que todas las cúspides serían alcanzadas al encontrarse. Daban por sentado que dejaban atrás soluciones súbitas para calmar una sed que no cedía. Fuera de ellos, todo perdía importancia y el universo giraría como debía, de estar garantizada la materialización de sus sueños.

Cuando aquella atracción irresistible pudo consumarse, todo quedó potencializado. Reafirmaron que lo de ellos era una historia que apenas comenzaba y que los conduciría directo al cielo. No cabían en la estrechez de su piel, insuficiente para contener los reclamos de sus ganas.

Pero la realidad es más poderosa que las ilusiones. Ni ella podía residir en el pueblo, ni él mudarse a la capital. Tuvieron que acatar los designios de sus circunstancias. En una época de comunicaciones tan precarias, la distancia fue mellando sus vínculos y, lo más dramático, abriendo espacios por donde podían penetrar nuevas experiencias.

Ni ella podía vivir en el pueblo, ni él en la capital
En el caso de ella fue un exitoso empresario que le doblaba el calendario, pero que resolvió todos sus problemas baratos, es decir, aquellos que se solucionan con dinero. Sus amigos estaban divididos entre quienes defendían su nuevo estatus al margen de precios pagados y quienes consideraban que estaba bordeando el terreno de la comercialización de sus atributos. Pero el caballero llegó a amarla y le trataba con muchísimo respeto. Ella, solo se dejaba querer.

El destino colocó al amor de juventud en Santo Domingo. Como era previsible, se buscaron. Aquello fue como echar mil galones de combustible a un fuego que solo en apariencia estaba sofocado. Encuentros subrepticios se repitieron, al tiempo que el marido empezaba a padecer la indiferencia. Sospechaba que algo anormal pasaba. Como suele suceder, fue el último en saberlo y ocurrió de la peor manera.

Ante las náuseas incontenibles la llevó al médico. Múltiples analíticas y estudios no develaban la causa. Se trataba de mismo galeno que años atrás lo había circuncidado. Por eso, ni por casualidad pensaba en lo que realmente era. Siete meses después llegó la prueba del engaño. Pobre niña, no tuvo protección material del acaudalado, ni amor paternal de quien resultó un irresponsable.