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Monaguillo

Monaguillo

Pedro Pablo Yermenos Forastieri

Desde que empezaron los primeros bailoteos de mariposas en su cuerpo en ciernes, supo que algo maravilloso asomaba. Las manifestaciones iniciaron con una notoria protuberancia en sus sábanas matinales. Desde ese momento, se hicieron cada vez más frecuentes las apariciones de rastros de humedad en las escasas ropas con las cuales dormía.

Cada día le resultaba más y más difícil contener los irresistibles impulsos de hacer cosas para provocar que esos torrentes internos que le producían una sensación de que algo iba a estallar, encontraran cauces de salidas capaces de extraer vapor de una caldera en su mayor nivel de ebullición.

Su crisis existencial de más envergadura la producía su absoluto convencimiento de que estaba incurriendo en conductas pecaminosas que nunca encontrarían espacios de comprensión en las rígidas posturas religiosas de sus padres. Con ellos, diáconos consagrados de la parroquia del pueblo, no tenía ninguna confianza para compartir su secreto.

El asunto se complicó todavía más aquella prima noche en que la orden llegó sin ninguna posibilidad de ser eludida: “A partir de mañana empiezas la catequesis para ser monaguillo de la iglesia”. Durante cuatro días de la semana, asistía a unas clases en las cuales no podía concentrarse porque sus diablillos interiores no le concedían ni siquiera pocos minutos para escaparse de sus constantes urgencias y ocuparse de actividades eclesiales.

Su aceptación al cargo de asistente sacerdotal fue resultado de una especie de compensación a la fidelidad de sus progenitores con la institución. Jamás por haber completado con suficiencia los requisitos para ejercerlo.

Sus torpezas en el rito no se hicieron esperar porque a todas luces estaba atento a intereses muy ajenos a los que procuraban preparar feligreses para ganarse la prerrogativa de ocupar un asiento a la diestra del Padre.
Se celebraba la misa dominical más concurrida. El templo estaba atiborrado. A quien correspondía el servicio se excusó por enfermedad.

Le tocó a él. Apenas empezar el credo, clavó sus ojos en aquella preciosa joven que ocupaba el primer banco. Todas sus fibras subcutáneas se activaron. Le atraparon dos contradictorias sensaciones. Por una, sentía un pavor paralizante. Por la otra, un éxtasis total.

La sotanita que cubría su cuerpo, no bastó para ocultar la delación de lo que ocurría. A la hora de la comunión, colocado a la derecha del oficiante, fue el asombro de todos al observarle aquella mancha extendida hasta la mitad de su pierna izquierda.