Soberanía y migración
La Constitución que rige a nuestro Estado y a toda la sociedad no deja ningún espacio para la duda en materia de soberanía o poder del pueblo para decidir lo que corresponde a los asuntos internos o externos de la República. Nadie puede equivocarse con eso. Ahí se juega el presente y el futuro del país. Además, la autoestima y la moral de los nacionales, una vez que se convierten en ciudadanos activos, dependen del respeto que inspire su país frente a las naciones con las cuales mantiene relaciones diplomáticas, sin importar que sean pequeñas o grandes.
Ciertamente, así es. Sabemos del orgullo que sienten el norteamericano y el europeo de sus nacionalidades y ciudadanías. El desarrollo de sus Estados les da derechos y seguridad donde quiera que se encuentren. Están seguros de que tendrán la oportuna asistencia de sus gobiernos cuando los necesiten, y sin importar la circunstancia política o económica de que se trate.
Sin embargo, ese sentimiento de seguridad no lo experimentan los miembros de los países pobres y dependientes, como el nuestro. Se saben desamparados oficialmente. Y ese desamparo se produce tanto en la tierra que los vio nacer como en el extranjero.
La razón sociológica de esa cruel realidad está en que no hemos podido crear el Estado nacional. En nuestro caso, tuvimos primera el Estado hatero y luego el oligárquico, aunque formalmente hoy se denomina como Social y Democrático de Derecho.
Más aún, tampoco hemos desarrollado como conglomerado humano ni la conciencia social ni la política ni la nacional ni la de sujeto y ni la de miembro de la comunidad. Sin esos tipos de consciencia no puede existir la ciudadanía. Sólo se dan ciudadanos formales, como regla, y ciudadanos reales, como excepción.
Por eso las autoridades de nuestros países suelen ejercer un vínculo muy calculado con los extranjeros. Si son norteamericanos o europeos, les dan un reconocimiento de su condición de personas, de titulares de derechos fundamentales. Pero si son de un país pobre, entonces esas personas tienen que prepararse para vivir con el trato que el funcionario les da a los pobres.
El artículo 2 de la Constitución consagra: “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce por medio de sus representantes o en forma directa, en los términos que establecen esta Constitución y las leyes.” Pero el pueblo no se ha enterado del poder que le reconoce la Carta Magna. En la representación, ese poder se esfuma. Peor aún, la soberanía es secuestrada por los representantes.
Así las cosas, las grandes masas dominicanas viven en las mismas condiciones que los inmigrantes pobres.
Pero nadie puede imponernos sus reglas. El Estado tiene derecho a poner orden interno, con respeto de los derechos humanos. Aquí no hay discriminación contra el haitiano. La diferencia está en que los dominicanos pobres poseen sus papeles de nacionalidad y muchos haitianos, no los tienen.