Las personas son optimistas por inclinación natural. Suelen resaltar sus aspiraciones para minimizar, como un método de lucha contra la adversidad, las circunstancias negativas que ven en el horizonte cercano. El pesimismo es hijo de la frustración o de la imposibilidad de lograr lo anhelado. Es la corrupción de la esperanza. Pero cuando el pesimista fundamenta su criterio en la razón probada, entonces se transforma en una voz visionaria. El optimismo infundado es tan malo como el pesimismo irracional. Los dominicanos, por la ingenuidad que caracteriza a los nobles de espíritu, suelen optar por el optimismo.
En el barco de la dicotomía del optimismo y el pesimismo todos surcamos el mar de la vida. Es inevitable. Por eso recibimos el nuevo año 2012 con un grano de sal en la punta de la lengua.
Nadie en su sano juicio, si es que está bien informado, puede negar que las perspectivas de este año estén, por una parte, cubiertas con nubarrones que anuncian tempestades de consecuencias impredecibles, tanto en lo internacional como en lo nacional. Y, por la otra parte, se vislumbran rayos de un sol radiante que avanza con buenos augurios. En la naturaleza, como en la vida social, todo genera su contrario. La dialéctica se impone con su dictamen implacable.
Ciertamente, el 2012 llega con fuertes nubarrones geopolíticos. El mundo está amenazado por dos grandes peligros: el cambio climático y la posibilidad de una guerra nuclear que ponga fin a la Humanidad. Para comprobar esta verdad basta con estudiar la cruel y global especulación con los precios de los alimentos; el conflicto por la hegemonía política, monetaria y petrolera; por el control regional y de mercados entre Estados Unidos de América e Irán, entre Corea del Sur y Corea del Norte, entre Israel y Palestina, entre la Unión Europea con su Euro, el dólar americano, la China con su Yen y la Rusia convulsionada. Tienen miles de bombas atómicas listas para ser usadas y solo basta la explosión de un centenar de ellas para terminar con la vida sobre la Tierra.
Esa crisis mundial puede afectarnos dramáticamente en la estabilidad macroeconómica, la relativa paz social, la gobernabilidad y el progreso que experimentamos. Debemos ser cautos en el manejo de nuestra realidad nacional. Cualquier imprudencia la pagaríamos muy cara.
Pero también tenemos causas para fortalecer el optimismo. Luchemos confiados en que el género humano sabrá superar la etapa de la irracionalidad de los imperios y consolidar los principios universales que le dan razón a su existencia. Antepondrá la fraternidad frente al interés espurio, la solidaridad frente a la explotación y los derechos fundamentales frente a la opresión.
En lo nacional, confiemos en que las Altas Cortes cumplirán su misión de impulsar la construcción del Estado Social y Democrático de Derecho que esperamos. Así sea.