Aunque un tanto olvidado en esta frívola globalización, Jean Paul Sartre (1905-1980) encarna el intelectual abierto al mundo y sus dolencias, el intelectual cosmopolita, tal vez el más consumado del siglo XX.
Ningún quehacer cognoscitivo o creativo le fue ajeno. Apenas salió de la Escuela Normal Superior (1927) se lanzó en una febril actividad intelectual que no cesaría hasta su muerte.
De su pluma dimanaron obras filosóficas de alto vuelo como “El ser y la nada” (1943), obras teatrales encumbradas en una dramaturgia analítica sin par sobre el hombre y sus dobleces, como “Las manos sucias” (1946) y “Las moscas” (1943).
Entre el saber filosófico y la creación literaria interpuso investigaciones enjundiosas de crítica literaria, y en particular la prodigiosa “Flaubert, el idiota de la familia” (1971).
Fundador de la aún vigente revista “Los tiempos modernos”, Sartre estuvo involucrado de manera acuciosa en los más envolventes debates del siglo: el existencialismo como opción a la crisis de los valores cristianos, el marxismo y sus espejismos de falsa armonía social, la democracia liberal y sus falsedades, etc.
Rechazó el premio Nobel de Literatura en 1964, considerando que el nobel formaba parte del rito social de consagración que siempre rehusó en su vida más bien austera.
Imbuido de sus dotes narrativas, acuñó una primera novela titulada “La Náusea” (1938), cuya versión final y título fueron impuestos por Gallimard, el omnipotente editor, que suprimió algunas decenas de páginas por su supuesta moralidad dudosa; al título del autor, “Melancolía”, el editor prefirió, por razones mercadológicas, el provocador “La náusea”.
Es una novela filosófica que narra la grisácea vida de Roquentin, un joven intelectual que se dedica a investigar la vida de un oscuro personaje aristocrático del siglo XVIII, el marqués de Rollebon, en la ciudad imaginaria de Boulleville.
La trama narrativa asume la forma de diario en el que el personaje revela poco a poco sus impresiones sobre las relaciones con sus semejantes, el ambiente de los cafetines que frecuenta, su desabrida labor en la biblioteca, y los seres fantasmales que lo rodean.
Los rituales en los que se desarrollan nuestras vidas cotidianas, son vistos a partir de un prisma ensombrecido por la amarga consciencia crítica del protagonista: muebles, accidentales situaciones amorosas, ruidos, raíces de árboles, frontispicios, son denostados como gesticulaciones absurdas, cosas y actos desprovistos de sentido.
Asimismo para el lóbrego Roquentin, ir a la biblioteca, almorzar al mediodía, ver a una mujer desnuda, transitar por las avenidas, son revelaciones de una existencia vacua. Las cosas y los seres existen, pero ese existir sin lustre desemboca en el sentimiento del absurdo.
Roquentin encuentra extemporáneo hacer una pesquisa histórica sobre un personaje distante, pues ni siquiera sabe él mismo quién es. Dice de sí: “había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio”.
Constata de manera inquietante que entre las cosas y los hombres la diferencia es puramente retórica y formal. Algunos comentaristas catalogaron esta novela como una expresión literaria de la filosofía existencialista de Sartre y Heidegger. En torno a esta categorización literaria hay un craso malentendido. En la novela se juzga la pura existencia, el hecho de recorrer los días como un insípido itinerario.
La Náusea es un radical cuestionamiento de la evidencia de las cosas y del insustancial ritual cotidiano en el que vegetamos. No propone recorrer senderos de luz para enmendar nuestras angustias. No propone vías idóneas de salvación terrestre.
Para Hegel todo lo real es racional, posee un sentido, para Roquentin (y tal vez el Sartre preexistencialista) todo lo real es absurdo. De lo que se llamará la filosofía existencialista, la Náusea enarbolará la premisa filosófica de que el hombre es existencia, ser arrojado en el mundo antes de ser esencia de una moral familiar o una ideología.
Pero en la filosofía que emerge en Martin Heidegger y en el Ser y la nada de Sartre, no hay espacio para la falta agobiante de perspectiva, el universo no es considerado como una entidad amorfa.
El hombre existe, es arrojado en la realidad mundana, pero puede para evitar el absurdo, y el sinsentido, edificar lo que el filósofo francés denomina un proyecto integrador del ser en el mundo. Con este proyecto el hombre se asume en el tiempo, obra por impregnar de sentido sus palabras y actos.
En cambio ningún proyecto enaltecedor inspira la existencia del protagonista de La Náusea, que apenas logra mantener viviente el delgado hilo de su humanidad. Consigue en su periplo desvanecido trasmitirnos un mensaje ontológico crucial: debemos desconfiar soberanamente de todas las evidencias que nos rodean. Ser libres. Pero como lectores debemos separarnos también del solipsismo radical y de la náusea de Roquentin, y ponderar de manera crítica la novela del gran Sartre.