Opinión

Una Cayena solidaria

Una Cayena solidaria

El derecho a sobrevivir y a la felicidad son un legado a que puede y debe aspirar el pueblo haitiano, y a cuya realización nosotros los dominicanos y dominicanas podemos contribuir como hermanos, como puente geográfico (que ya somos) entre Francia y Haití, con la mediación de quien ha demostrado ser el abogado por excelencia de las causas justas: el Papa Francisco, y de los países bolivarianos, todos en deuda con el Haití de Petión, y todos en capacidad de ayudar con la construcción de viviendas baratas derivadas del petróleo (Venezuela), de asesoría técnica (Ecuador), de integración étnica (Bolivia), de apoyo sanitario y médico (Cuba y Dominicana), y de trasporte.

No es tiempo del falso orgullo de las élites, de discursos huecos, de promesas irrealizables, de esperar la lluvia.
Es tiempo de buscarle solución a la existencia de once millones de personas en un territorio que no les sostiene y que no es fuente de vida y esperanza. Nosotros ya tenemos nuestros propios problemas con la preservación de nuestra foresta, ríos, montañas, y biodiversidad. Con el desempleo, la inseguridad ciudadana, con la desesperanza colectiva, con defendernos de nuestros propios depredadores de todo tipo, sobretodo los de la confianza en la construcción de otra media isla posible, sino para nosotros para nuestros hijos y nietos.

Detengamos el estéril ejercicio de las recriminaciones, la defensividad interna y externa, y planteémos le a Francia la necesidad de que contribuya con nuestra paz y la de Haití, una paz que solo será posible cuando todos podamos disfrutar del pan de la sobrevivencia, la educación, salud y la cultura, de algo tan simple como el agua abundante.

Todas las evaluaciones reconfirman que cada emigrante ayuda por lo menos a la sobrevivencia de cinco personas más de su entorno. En nuestro país los “dominicanos ausentes” contribuyen a solventar las necesidades de alimentación, salud y educación de sus comunidades, todas obligaciones del Estado que en la llamada Década Perdida, o de los ochenta, fueron transferidas a los pobres, quienes cargan sobre sus hombros la irresponsabilidad social de sus elites.

La Guayana, país que habla francés y creole, donde apenas habitan doscientas ochenta mil personas, un territorio prácticamente deshabitado, no puede reducirse a una estación francesa de cohetes para la investigación espacial, y la exploración de otros mundos, cuando el circundante perece por falta de territorio, de agua, de foresta, de alimentación, de biodiversidad.
Es por ello que hablamos de recolonizar no solo a Guayana, sino al planeta, a nuestro modo, que es el de la solidaridad.
Y el de la intrínseca dignidad de ser humanos.

El Nacional

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