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Vicente y la soledad

Vicente y la soledad

Efraim Castillo

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Cuando en 1981 Georgilio Mella Chavier ganó el premio Siboney de novela con Vicente y la Soledad, me apresuré a comprar la obra porque no sabía quién era Mella Chavier y, además, porque me atrajo su título, que se presta al tipo de ecuación ontológica que tanto practicaba Miguel de Unamuno, así como también a la figura literaria creada por el lingüista ruso Mijail Bajtín de carnavalización o cronotropo (”La palabra en la novela”, 1929), donde describe el sistema de invertir normas y jerarquías sociales a través de las tres dimensiones de la novela: el personaje, el tiempo-espacio y el discurso.

Asimismo, medité que el título podía prestarse a una sinécdoque o una tautología; es decir, desde la sinécdoque el nombre de la obra para significar el todo y, desde la relación tautológica, los significantes.

Sin embargo, al leer la novela comprendí que Mella Chavier había convertido la palabra “soledad” -un adverbio que también se utiliza como nombre de mujer- en una especie de foco, como un cronotropo para marcar no sólo el espacio-tiempo de la narración, sino las capas de todo el proceso discursivo, sorprendiendo al lector con una historia donde la “soledad”, como sentimiento, se convierte en un anexo histórico que toca a Juan Pablo Duarte a través de su hermano, Vicente.

Este tipo de tejido narratológico fue empleado a mitad del siglo XIX por Herman Melville y Nathaniel Hawthorne, maestros indiscutibles de un género abordado por Edgar Allan Poe y magnificado a comienzos del siglo pasado por Franz Kafka. Desde luego, Mella Chavier no cae en la telaraña donde lo metafísico se adueña de la historia para subvertirla desde y hacia lo fantástico.

Es bueno recordar que en San José de los Llanos, donde nació Mella Chavier, la figura de Vicente Celestino Duarte ha deambulado como mito, tejiéndose a su alrededor decenas de historias apoyadas en su parentesco con el patricio; algo que lo convirtió en un anexo a la historiografía llanera y a la magnificencia de su hermano, Juan Pablo. Por eso, el nombre de Vicente Celestino se vinculó como un duende a San José de los Llanos, paseándose por sus calles y cobijándose bajo sus techos.

Y ya como personaje histórico, Vicente es abordado por Mella Chavier como un misterio, como un ser de carne y hueso que puede practicar la ubicuidad, ese encantamiento donde los resortes operan la materia prima de las grandes narraciones, la sustancia con que el narrador aborda la investigación para tejer las capas de imaginación que debe fundir, a priori, con la realidad.

Mella Chavier se desdobla, se estaciona y fundamenta en la dualidad de una “soledad” inseparable de su esencia; de una “soledad” que es, también, el mismo aislamiento de la patria a través de un sujeto que remonta las sospechas y tal y como se utiliza en la técnica teatral, estableciendo a través de un tercero -de un cura, para mejor señal-, la construcción de un mito sobre otro mito.