Cuando se publicó “París era una fiesta” (“A Moveable Feast”) en 1964, ya Ernest Hemingway se había suicidado tres años antes —en el mes de julio de 1961—. Muchos críticos acogieron las memorias del escritor norteamericano como si fueran relatos de una época de esplendor parisino (1921-1926), aunque en el texto Hemingway radiografió una ciudad que, como una enorme boca, absorbía y deglutía talentos, éxitos, fracasos y angustias.
El texto es una recopilación de historias donde fluyen encuentros que posibilitan un entendimiento sobre una ciudad que protagonizaba las vanguardias y donde se podía asegurar o no el éxito de las facturas lúdicas. O sea, París podía ser una fiesta para aquellos que, como el prodigioso Picasso, encontró jugosas compras para sus cuadros, o como Joyce, cuya novela “Ulises” trascendió las fronteras críticas, pero no para los que, como Zelda, la esposa de Scott Fitzgerald, se ahogaron en alcohol y locura. Y esa podría ser la paradoja de ese París de comienzos del decenio de los 20’s, una ciudad abierta como una esponja para absorber y transformar existencias.
Hoy, ese París ha desaparecido, sepultado por una postmodernidad que acumula, más allá de talentosos éxitos en el Olimpo del pensamiento crítico, angustiantes luchas por retornar a la cúspide del arte, así como fracasos y exilios ideales que sucumbieron a la muerte —como la tragedia de la Princesa Diana.
Sí, definitivamente, París dejó de ser aquella fiesta donde Hemingway tomaba vino con Gertrude Stein, enseñaba a boxear a Ezra Pound, consumía chistes con Ford Madox Ford, se interrogaba sobre Wyndham Lewis, y asumía las consecuencias de su porvenir como novelista, mientras apuraba algún manjar francés en Chez Michaux, no sin antes hablar sobre la novela que escribía, “The Sun Also Rises”, con la inefable Sylvia Beach, que dirigía la librería Shakespeare and Company, en el 12 de la calle Odeón.
Y eso lo supo el propio Hemingway a finales de los 50’s, mientras estrujaba sus memorias en 1957, época en que comenzó a escribir el texto “París era una fiesta”, que lo devolvió a aquella ciudad luz, a esa urbe aún no horada por la bota nazi, en 1940, ni bombardeada por aquel fogonazo de julio de 1983, que dejó ocho muertos y 56 heridos, en el aeropuerto de Orly, reivindicado por un grupo armenio contra las líneas aéreas turcas; ni aquella bomba de gas que detonaron en julio de 1995 los integrantes del Frente Islámico de Salvación (FIS), en la estación de Saint Michel, dejando ocho personas muertas; como tampoco impregnada de odios destilados a través de religiosidades encontradas y que provocaron, entre los días 7, 8 y 9 de enero de este año, un total de veinte personas muertas, cuando un grupo islámico irrumpió en el semanario Charlie Hebdo, atrincherándose en un supermercado judío.
Jean Baudrillard, treinta días después del acto terrorista que hizo desaparecer el World Trade Center, de Nueva York (el 11 de septiembre de 2001), escribió en el diario “Le Monde”, el 3 de noviembre del 2001:
“Todo el juego de la historia y del poder se ha trastocado, pero también las condiciones del análisis. Hay que tomarse el tiempo, pues mientras que los acontecimientos estaban estancados, era preciso anticiparse e ir más rápido que ellos, y cuando se aceleran a este punto, hay que ir más lento. Con todo, no hay que dejarse sepultar bajo el fárrago del discurso y la nube de la guerra, conservando al mismo tiempo intacto el fulgor inolvidable de las imágenes.