El rey sapo
En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha.
Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada,
La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: “¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!”
La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua.
“¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?” dijo, “pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.” – “Cálmate y no llores más,” replicó la rana, “yo puedo arreglarlo.
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca.
La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.
Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: “¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!”
Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: “Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?”
“No,” respondió ella, “no es un gigante, sino una rana asquerosa.” – “Y ¿qué quiere de ti esa rana?” – “¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro.
Y mientras lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca.
Ahora está ahí afuera y quiere entrar.” Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
“¡Princesita, la más niña, Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca fuente? ¡Princesita, la más niña, Ábreme!”
Dijo entonces el Rey: “Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.” La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: “¡Súbeme a tu silla!”
La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: “Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.”