En culto a una vieja tradición de alejarse lo más posible del sentido común y convertirse en receptáculo de todas las excentricidades que afloran en el mentado primer mundo, el Senado ha cumplido con el rimbombante mandato constitucional de nombrar a un Defensor Público que sería algo así como un fiscal de excepción para defender a los ciudadanos del exceso en que incurren los poderes públicos.
La doctora Zoila Martinez Guante ha sido escogida Defensora Pública y cabeza de una complicada y costosa burocracia que intentaría reeditar aquí una figura jurídica que en sociedades altamente desarrolladas todavía se define como lujo o comparonería con insignificantes aportes a la consolidación del régimen de derecho.
Se sabe que en esta media isla opera una institución conocida como Defensoría Pública, que asiste ante los tribunales de la República a los ciudadanos en conflicto con la ley ; que también existe Pro Consumidor, ente oficial que defiende los intereses de los consumidores y usuarios de bienes y servicios y un Ministerio Público que debe ser garante de los derechos civiles y políticos.
En el abigarrado ensamblaje burocrático nacional funcionan superintendencias de Bancos y Seguros, que también defienden o protegen derechos ciudadanos; tribunales contencioso y administrativo, de trabajo, de familia, de tránsito y municipales, así como leyes de condominio, fiscalía anticorrupción y cortes de conciliación.
Difícil es entender que en una nación con tantas precariedades económicas y sociales, en vez de consolidar las instituciones jurídicas y políticas pre existente, se cree un esperpento burocrático incompatible con la antropología nacional, extraño y perturbador componente en la anatomía social y cultural de la República.
La doctora Martínez Guante es una reconocida abogada que hace años se desempeñó como fiscal del Distrito Nacional, por lo que se anticipa que realizará denodados esfuerzos por intentar cumplir con las expectativas que en una claque política, legislativa y académica ha creado la onomatopéyica figura del Defensor del Pueblo.
La Constitución de la República consigna con meridiana claridad los derechos individuales y difusos, así como las instituciones básicas encargadas de su promoción y resguardo, pero un dilatado y renovado servilismo insular introdujo en la Carta Magna un tipo de institución que, a decir verdad, carece de pies y cabeza.
Duele saber que ese tipo de comparonería jurídica, como sin dudas lo es el mentado Defensor del Pueblo, costará al contribuyente dominicano cientos de millones de pesos al año en pago de una burocracia que hará todo y nada, pero que hará sentir a determinadas élites más afrancesados o anglosajones, porque al fin y al cabo cada cual tiene su amo preferido.

