A dos meses del día de las votaciones, el carruaje de la campaña electoral ha tomado por una pendiente de confrontación entre partidos y candidatos que eleva significativamente el riesgo de un vuelco institucional que conllevaría serios trastornos al proceso comicial y cuestionamientos de sus resultados.
El lenguaje altisonante entre protagonistas de esta contienda cívica es incompatible con el deseo ciudadano de simplemente conocer las propuestas de Gobierno que ofertan las banderías en lo que debería ser un debate político propositivo en el que lo mejor supere a lo muy bueno y no lo malo a lo peor.
No se niega derecho de candidatos y estrategas electorales a plantear el tema de la corrupción como herramienta de combate, pero es menester que los argumentos que se esgriman a favor o en contra estén exentos de la afrenta, infamia o difamación, porque los contendientes no pueden suplantar a jueces ni a fiscales.
A lo que se aspira es a una jornada proselitista rica en contenido, creativa, digna, elegante y no al Coliseo Romano que repentinamente se ha montado donde se obliga a los combatientes a destriparse entre sí, o a reeditar la expresión aquella de que Horacio o que entre el mar.
Solo uno de los aspirantes a la Presidencia de la República resultará electo por el sufragio de la mayoría, decisión que deberá ser acatada por mansos y cimarrones, porque la democracia política se sustenta sobre hombros de la voluntad popular que no ha de ser alterada por el poder pasajero o por delirio de ningún tipo.
La esperanza de un reencauzamiento del debate electoral está cifrada en las diligencias que realiza el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez para que candidatos y partidos endosen el compromiso de bajar el tono de las discusiones políticas, aunque apena saber que a más de medio siglo de democracia todavía sea necesario firmar armisticios políticos para que los ciudadanos ejerzan el derecho a elegir libremente.
El Gobierno y todos los poderes públicos están en obligación de al menos reducir su influencia a favor o en contra de los aspirantes, como también la Junta Central Electoral asumir a plenitud su papel de árbitro del proceso con la aplicación oportuna de las previsiones procesales que eviten crisis o querellas.
La sociedad aspira y exige que los intervinientes en el proceso electoral bajen el tono de voz y reorienten el debate hacia las propuestas, con lo que quedaría clausurada la fábrica de improperios y afrentas a la que por igual han acudido en calidad de clientes unos y otros.

