Editorial

Claroscuro

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La Junta Central Electoral (JCE) ha decidido intervenir con el propósito de evitar que la recta final del actual proceso se convierta en una lucha sin cuartel, con consecuencias lamentables, entre los partidos de la Liberación Dominicana (PLD) y Revolucionario Dominicano (PRD).

El tono que ha adquirido es de por sí bastante inquietante. No por las acusaciones de corrupción que se han intercambiado de uno y otro lado, sino por la posibilidad que dejó abierta el ministro de Economía de inhabilitar la candidatura de Hipólito Mejía a través de un proceso judicial.

Antes que perturbador es saludable que la corrupción sea tema de debate. Los electores tienen pleno derecho a saber cómo los políticos se ganan la vida, han acumulado riquezas, educaron a sus hijos y, por supuesto, su declaración de impuestos. Algo muy normal en cualquier país.

No se puede ver como guerra sucia que se emplace a un candidato o a un funcionario público a transparentar sus bienes. Lo censurable es que las autoridades sean indiferentes a supuestos actos de corrupción, para airearlos, con su consecuente descrédito, como arma política con fines electoralistas.

En tanto la JCE interviene para reorientar el debate, el candidato presidencial del PRD ha emplazado al Gobierno a que lo someta a los tribunales si tiene indicios de una alguna irregularidad en que pudiera haber incurrido en el período 2000-04. Puede darse por descontado que la confrontación no pasará de los dimes y diretes.

Ese escarceo sobre la corrupción no puede calificarse de campaña sucia, así como tampoco reclamar a funcionarios y candidatos que rindan cuentas de sus recursos. Peor es que se utilicen los recursos del poder o de procedencia dudosa para apuntalar una fórmula electoral.

Si bien es saludable la intervención de la JCE para evitar que el proceso se deslice por una pendiente peligrosa, el organismo también debe velar para que el proceso se circunscriba al marco de la ley. Ese sí es uno de los grandes desafíos para garantizar igualdad de condiciones entre todos los concurrentes. La preocupación plantea, de paso, la necesidad de que se cuente con una ley de partidos y un reglamento electoral.

Aunque lo importante será siempre que se cumpla, de lo cual no hay la menor garantía, es auspicioso cualquier acuerdo a que hayan llegado los partidos y las autoridades electorales en torno al actual proceso. Tratar de bajar tensiones será siempre mejor que atizarlas.

Pero ha tenerse bien claro que las denuncias de corrupción no pueden catalogarse de golpes bajos ni como elementos de guerra sucia. Tampoco críticas como las que se han vertido contra sentencias del Tribunal Superior Electoral que han anulado pactos políticos. Por más saludable que pueda ser reorientar el debate.

El Nacional

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