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Efraim Castillo

¿Reelección?

Cuando el 30 de septiembre del año pasado (2020) leí en el diario Hoy las declaraciones de José Ignacio Paliza (Ministro Administrativo de la Presidencia y Presidente del PRM) de que la  primera medición de popularidad sobre Luis Abinader había alcanzado un 90% de aprobación, volvió a mí una preocupación que me ha perseguido desde que Hipólito Mejía restauró la reelección en nuestra Constitución y echó al zafacón la lucha histórica de José Francisco Peña Gómez para abolirla, condenándonos a padecer esa desgracia cada cuatro años.

Mi inquietud por la temprana encuesta sobre Abinader (a treinta días de asumir la presidencia) giró en torno a un gusanillo que enferma a los gobernantes y les hace creer que son dioses imprescindibles, empujándolos a buscar la repostulación, considerando que un cuatrienio no basta para realizar el programa de gobierno que habían prometido al país.

Cuando un gobernante aspira a reelegirse ofende a su militancia partidaria, incurriendo en una práctica que ha mellado y dividido a decenas de organizaciones políticas latinoamericanas: la fomentación de un neopatrimonialismo asociado al clientelismo, en donde el grupismo, la repartición privilegiada de puestos de trabajo, los obsequios de tarjetas y las bonificaciones destruyen la unidad del partido; tal como aconteció en el PLD.

Asimismo, ofende la historia, violando miserablemente la posibilidad de la alternabilidad en el poder y quebrando el espacio que amplía los renuevos, la savia que nutre los brotes de creatividad y entusiasmo; y permitiendo crecer dentro de la organización un clientelismo que provoca un cáncer que auspicia envidias, odios y aberraciones.

Se podría pensar que la práctica de la reelección es una tradición en nuestro discurso histórico.

Pero no, esa perversión viene aparejada a un discurso que debió desaparecer la noche del 30 de mayo de 1961 y renació en el 66, con Balaguer. Ahora, al agigantar su ego, el gobernante se sobrevalora y se observa como el único con recursos para guiar la nación, menospreciando a los demás aspirantes del partido que lo llevó al poder y violentando su régimen orgánico.

Este vicio (apoyándome en Günther Roth) “personaliza el poder político en un visible proceso de centralización sobre una persona” (Poder personal y clientelismo, 1990). El alejamiento de los candidatos al partido Bernard Manin lo observa como una “personalización propensa a favorecer el poder personal […] proveniente de la personalidad del líder, que se vuelve menos proclive a dialogar con los pares de su fuerza política” (Principes du Gouvernement Representative, 1995).

Una de las tareas fundamentales que tiene pendiente Luis Abinader es con su partido, por lo que debe aquietar la desmesurada proyección de su imagen, repetida con abundantes alocuciones y comparecencias; y tratar de vigorizar a un PRM que surgió para alojar una militancia emigrada del PRD; y por esto debe integrarse a él para robustecer sus cuadros y base.

Abinader, además de conducir al país, debe mirar profundo hacia el PRM, el cual no podrá —sin una sólida estructura— resistir los embates de una oposición que luce mejor organizada.

Por: Efraim Castillo (efraimcastillo@gmail.com)

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