
Además del crecimiento del islam, otra tendencia importante es el aumento de personas que no siguen ninguna religión.
Conducir en Santo Domingo es un deporte extremo. Y no uno olímpico, sino de esos que solo los más temerarios practican. Con más de 70 años encima, ya colgué los guantes para eso de “dar la vuelta del pendejo” por el Malecón o la Zona Colonial. De noche, manejar ya no es una imprudencia: es un suicidio con aire acondicionado.
Pero lo más difícil no son los tapones, ni los motoristas kamikazes, ni los conchos que gritan “¡dale, pendejo!”. No. Lo más estresante es… mi esposa en el asiento del copiloto.
—¡Cuidado con el motorista!
—Ese carro va a doblar, ¡pendiente! —Y para donde va ese peatón?
—¡Uyuyuy, esa guagua está muy pegada!
A veces creo que sufre más ella de mis frenazos que yo del colesterol.
Y no falla: todos los días la misma pregunta existencial al ver el tapón: “¿Y este taponazo ahora de qué es?” Como si hubiese un comité invisible que se reúne cada mañana para decidir en qué esquina se va a formar el caos del día. ¿Y los semáforos inteligentes? Brillan por su ausencia. Los únicos inteligentes en la vía parecen ser los motoristas, que se cuelan por donde sea como si estuvieran jugando Pac-Man.
El colmo son los vendedores en los semáforos. Uno está ahí, tratando de mantener la calma, y de repente: ¡zaz! un trapo sucio en el cristal, con mirada de “¿y mi propina?”.
Aguacates, chichiguas, cargadores, y hasta pelucas si buscas bien. Y claro, siempre hay un antojado que se detiene a comprar justo cuando el semáforo cambia, y ahí quedamos todos, esperando que termine su transacción como si fuera una boda.
Y si estás en carretera, seguro te topas con el genio que decide manejar a 60… por el carril izquierdo. Intentar rebasarlo es como jugar ruleta rusa en cuatro gomas. Y la ley de Murphy del tránsito no falla: si cambias de carril, el otro se tranca. Y tú copilota aprovecha para soltar: “Te lo dije, por eso no hay que hacerle caso a Google. ¡Hazme caso a mí!”
Pero lo peor es cuando uno se quiere vengar. Fui a la cocina y empecé: “¿Le pusiste sal? Baja el fuego. ¡Cuidado que se quema eso!” Hasta que ella explotó: “¡Déjame cocinar tranquila!” Y ahí le solté la joya: “Exactamente lo mismo que yo quiero cuando estoy manejando.”
Moraleja: el copiloto perfecto… ¡es el que se queda callado!