convergencia Opinión

¿Cuál es la medida?

¿Cuál es la medida?

Efraim Castillo

Cuál es la medida exacta que no llego a comprender? ¿Podría ser la que contiene la mayor cantidad de lágrimas, la que pervierte el rojo de la flor, o aquella que recorre sobre una superficie de espinas el delgado camino de la remota esperanza? Pero, ¿cuál es la medida exacta que se dificulta observar como una nube contra el sol? ¿Será la que habla del gran amor, o la que se eleva como voz y hace posible el canto? ¿Será la de la respiración frente a frente a la mala nueva, o la de ese adiós apresurado con el asomo de una sonrisa? Toda medida recorre lo ordinario: se mezcla al polvo, gime bajo la madrugada fría, embota la memoria, acompaña el vuelo de cada golondrina, o estalla de alborozo cuando nace un niño.

Pero toda medida es también cómplice de la sombra: se transmuta, se subvierte, se esclaviza, se vende al mejor postor y se cuela, se yergue y sorprende como el brote de la rosa al colibrí, o como una lengua de fuego entre las entrepiernas de una doncella. También, cada medida puede avizorar el lejano estruendo del bosque y es entonces —¡mucho cuidado!— cuando recrudece su discurso de milenios y sobrevive al desdoble, posibilitando que cada sentimiento se sumerja en el llanto y distancie la alegría. Entonces, es cuando el análogo se estaciona en el canon y las peores voces se amplifican, aprisionando y engullendo la nueva noción de historia.

Es tan solo una partida de tiempo perdido, de tiempo desperdiciado entre palabra y palabra, entre pisada y pisada, entre latido y latido, entre zumbido y zumbido, para demandar los renuevos de las anti-medidas, sin necesidad de señalar las sentencias, ni las etiquetas, ni los aturdimientos de los sentidos. No habrá voz, entonces, para señalar la estatura ni entrever la profundidad del cosmos.

Cada sonido repercutirá en lo eterno del silencio y cualquier dios no podrá crear la vara para medir la distancia que separa el ave del paraíso del fuego del verano, ni la mordedura diminuta del pez de coral ante el acecho de la muerte.
No habrá dios capaz de medir el infinito memorial de agravios con el peso de esta angustia, ni luz suficiente para alumbrar los saltos de los grillos sobre el estanque.

Toda medida, todo contenido, habrá de convertirse en sonoro, en alado, en transparente grito para repercutir en el vacío de los tiempos, en el alar de las imaginerías que perforan los corazones estáticos, esos que no saben de latidos, ni de la paz de dormitar bajo los pinos.

Ninguna medida interrumpirá el sueño, ni alterará el ritmo de la marcha al sol. Ninguna medida detendrá la caída de las lágrimas, ni el ardor del fuego, ni los vaivenes de un fluir constante. Ninguna comparación —a excepción de las figuraciones sobre el paisaje— podrá elevarse más allá del horizonte que despierta.
Ninguna analogía aumentará las siestas interrumpidas ni las imposiciones de un orden comprado.