Los grandes países del mundo, los gigantes que dominan la economía global, las sociedades que marcan los índices de referencia, los pueblos que son ejemplos de superación, todos sin excepción, han tenido como piedra angular para avanzar al “estado del arte” y del bien estar, la educación de sus gentes.
República Dominicana acumula una deuda social desde el nacimiento del Estado en 1844 y las deficiencias se evidencian en los sistemas productivos y la economía en general, en conocimiento y respeto de normas de convivencia ordenada, en salud, seguridad, tránsito y transporte, entre muchos otros temas.
Hacer un elemental ejercicio lógico, mediante el método básico de la observación, enfocado al fenómeno del tránsito de vehículos y comportamiento de conductores y peatones, revela obviamente que hay un problema gravísimo originado en la primera escuela, al margen de flagrantes violaciones legales.
En el fondo de todas esas debilidades, que parece difícil afrontarlas como oportunidades para convertirlas en fortalezas, subyace la ausencia o deficiencia en la educación, no solo en el sistema público donde es más notorio, en la instrucción formal en general, sino en la importantísima educación doméstica.
La gente no tiene el más mínimo respeto a normas que se enseñan y practican en el hogar, porque buenos modales, valores personales y cortesía se aprenden en el núcleo familiar, con el ejemplo de los padres y no en la escuela formal en que se imparten ciencias, historia, matemáticas y lengua, entre otras.
Para lograr el salto cualitativo a que aspira la sociedad dominicana hoy, dominada por tecnologías y crecimiento económico que casi lidera países de la región, es necesario una sacudida de la conciencia colectiva que refuerce la verdadera clave del desarrollo, que es el hogar, como primera escuela y fragua de comportamientos y actitudes que modelan el avance real de los pueblos.