Hay una especie política que florece especialmente en épocas electorales: el demagogo de barrio. Un ser carismático, infalible, siempre sonriente y dispuesto a solucionar en tres semanas lo que no se arregló en 30 años.
Su hábitat natural es el micrófono abierto. Su alimento favorito: la promesa vacía.
Llega con un sequito de asistentes, cámaras de fotos, un dron si hay presupuesto, y una sonrisa que podría competir con la del presentador de un concurso de televisión.
Mira a los ojos a cada vecino como si hubiera nacido en esa misma cuadra, lo abraza sin abrazarlo, lo tutéa, aunque apenas logre pronunciar el nombre del barrio sin ayuda.
El político demagogo tiene una habilidad admirable para adaptar su discurso según el público. Si está frente a jóvenes, hablará de becas, centros culturales y wifi gratis; si está con señores de avanzada edad prometerá medicamentos y pensiones. Si es con mujeres asumirá el discurso de maltrato y feminicidio.
No importa si todo eso ya lo prometió en el pasado. Él no miente, solo recicla ideas. Es un experto en la economía circular… de las palabras.
Cuando se le pregunta por proyectos concretos, su especialidad es el futuro indefinido:
“Eso viene”. “A la vuelta de la esquina”. “Ya está en carpeta”. ¿En qué carpeta? Nadie lo sabe.
Lo más maravilloso de todo es que, pese a sus nulos logros, sigue siendo popular. Porque además de político, es un artista del contacto humano. Te da la mano con firmeza, te llama por tu nombre aunque se lo hayan dicho por auricular segundos antes, Mientras tanto, el barrio sigue igual. O peor.
Pero no importa, porque dentro de cuatro años volverá a sus andanzas, quizás con más canas, pero con la misma sonrisa y una promesa aún más grande. Porque, al final, no es solo un personaje de la política, sino también un reflejo de la sociedad que lo alimenta.
Mientras existan ciudadanos dispuestos a creer más en la promesa que en la evidencia, el demagogo siempre tendrá un escenario, un micrófono y un público dispuesto a escuchar, ya que en el teatro electoral éste es el actor principal y nosotros, a veces sin quererlo, seguimos siendo sus espectadores más fieles.
Y lo más irónico es que probablemente muchos le crean. Porque si hay algo que sabe hacer el demagogo, es disfrazar la costumbre de esperanza.