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El hombre que ayudó a inventar la bombilla

El hombre que  ayudó a inventar la bombilla

Cuando Lot, el gobernador de la isla Bellos Atardeceres, alzó el trofeo los ojos de los cuatro niños, Juan, Arcadio, Silvestre y Demóstenes, resplandecieron como moneda de plata antigua y cada uno se lo imaginó, con esa energía que sólo poseen los infantes, adornando sus jóvenes y entusiastas cabezas.

Al gobernador Lot le gustaba fomentar las competencias y cada año el pueblo esperaba con ansias la que él se inventaría. Y ese año el premio mayor se lo merecería quien fuera al bosque y trajera al personaje que más impresionara, primero, a quien mandaba, él, y luego a los habitantes.

Los misteriosos personajes estarían escondidos entre las tupidas malezas del bosque, y cada niño debía dar con ellos para que hiciera la demostración más contundente de destreza y magia. Para ello les proveyó una corneta, para una vez localizado y seleccionado, simplemente había que tocar y allí aparecerían sus súbditos para cargar con él y transportarlo en una carreta.

Entre el hermoso verde y los altos pinos, estaban los elementos que representaban la luz, el agua, el trueno y fuego. Los competidores estaban claro, y cada quien trataría de dar y traer la mejor opción.

Lot, fue puntual como siempre. Les dio las reglas y como degustador y amante de la rima, les recordó a los cuatro pequeños competidores, “competir en buena lid y con la limpieza de una perdiz” y que cada elemento de la naturaleza estaría representado por un personaje y estaría oculto en un gran estanque o una pequeña tinaja, por lo que deberían usar bien sus facultades para identificar y seleccionarlo.

Los cuatro niños se lanzaron a la aventura. Los tres más agiles, Juan, Arcadio y Silvestre, se desplazaron rápidamente al bosque, y usaron sus artimañas para dejar atrás a Demóstenes, el cual parecía el más lento y el cual se le dificultaba correr, pues nunca se había destacado como gran atleta al pasarse largas horas contemplando la luz del cielo que le maravillaba.

Al llegar al lugar donde estaban los elementos, Arcadio, Juan y Silvestre, se toparon con cuatro tinajas. Había tres de gran altura y una que era muy pequeña. Al principio discutieron, pero acordaron que elegirían las tinajas que eran más grandes, y dejarían a Demóstenes la más insignificante. Así lo hicieron y el sonido de las cornetas despertó a algunos pájaros que aún dormían la siesta.

Mientras caminaban hacia donde se dilucidaría el ganador, soñaban con que habían hecho la mejor elección, y cada uno porfiaba ante el otro respecto a las posibilidades de triunfo, a la vez que se mofaban y burlaban de Demóstenes, a quien le habían dejado como única opción la pequeña tinaja que bien un juguete parecía, y quien al llegar al lugar no sin cierto desconsuelo se apropió de la misma, pero tocó con convicción y ternura la corneta, como para no despertar a quien aún soñara a esa hora.

Al llegar ante el gobernador, éste ordenó que cada uno subiera con su vasija al escenario. Arcadio fue el primero, y al abrir, él mismo se asustó cuando escuchó cuando aquel personaje de boca grande, emitió un terrible estruendo que despertó hasta las más pequeñas criaturas que dormían en el reino desde hacía décadas. “Es el trueno”, dijo una voz en el fondo.

Luego le tocó el turno a Juan, quien ni corto ni perezoso abrió nerviosamente su gran tinaja para contemplar con orgullo, cómo aquel personaje se transformaba y se desbordaba en torrentes que llenaban de corrientes los canales y rigolas que permanecían secos por años, pero que también provocaron que se ahogaran algunas criaturas. Es el agua, dijo una anciana, con más desdén que asombro.
Le tocó el turno entonces a Silvestre, quien sorprendió a todos cuando vieron a una figura amarilla salir de la bien cuidada tinaja y transformarse en un abrir y cerrar de ojos en una llamarada que llegó varios metros arriba. Es el fuego, dijo una asustada voz de un niño.
Cuando fue la oportunidad de Demóstenes todos se rieron cuando observaron cómo se acercaba él mismo con la pequeña tinaja en sus temblorosas manos. La situación llegó a carcajadas cuando al abrirla no salía nada, y ningún personaje hacía acto de presencia. Las risas contagiaron a todos, menos al gobernador Lot que se sentía desconcertado, pero aún expectante.

Sin desesperarse y sin mostrarse signos de angustia, Demóstenes, tocó la tinaja, y salió, lo que parecía un pequeño e insignificante insecto. Los demás competidores se frotaron las manos, creyendo que ya Demóstenes estaba perdido, cuando una iluminación potente emanó de aquel pequeño cuerpecito y delicadas alas. Es la luz, gritó Lot, sin poder contenerse, y luego varios de sus súbditos.

La luz deslumbró a Lot, además de a toda la isla, y con ella pudo ver de manera nítida la expresión de los rostros de todos sus súbditos. Fue cuando estalló en alegría en la multitud, y sin dudar, el gobernador, colocó la brillante corona sobre la cabeza de Demóstenes, mientras la luciérnaga en recorrido triunfal iluminaba todo el reino como nunca se había visto.

La luciérnaga no sólo sirvió de regocijo al rey, quien gobernaría Bellos Atardeceres con gran justicia hasta que llegaron las sombras, sino que sirvió de inspiración para que un sabio que estuvo contemplando la competencia, varios meses después inventara un objeto que ahora llamamos bombilla.
El autor es escritor y periodista.

El Nacional

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