Opinión Articulistas

Horacio Quiroga

Horacio Quiroga

Efraim Castillo

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La esencia narrativa de Quiroga mezcla el realismo con la obsesión personal de convertir la angustia en aliento, en ontología. Y esa dualidad expositiva -ejercida con una asombrosa maestría-, lo sitúa como el primer narrador latinoamericano en explorar la selva desde la perspectiva de un desafío, de un reto donde domarla y habitarla constituye una recompensa.

Juan Carlos Onetti, entrevistado en febrero de 1987 por el diario El País (“Hijo y padre de la selva”), expresa que “los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable y debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza y la amenaza latente de la selva”.

Por esto, Subercasaux recuerda en “El desierto” su labor de plantador de algodón en El Chaco y las razones de su estancia en Misiones, lugar donde se desarrolla la narración.

Quiroga sabe que la selva significa equilibrio y peligro, como narra en el cuento “A la deriva”, donde Paulino, mordido por una serpiente yararacusú, es testigo de su propia muerte; mientras que Subercasaux, en “El desierto”, se mortifica por un pique que le mordió “el insignificante meñique del pie derecho, que va pudriendo su cuerpo”.

Quiroga relata cómo la infección provocada por la picadura va progresando hasta llevar a Subercasaux a sospechar su muerte y la desprotección en que quedarán sus hijos, a quienes, moribundo, llama:

“Chiquitos, óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo… Voy a morir, chiquitos… Pero no se aflijan…Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados… Y se acordarán entonces de su piapiá…. Comprendan bien, mis hijitos queridos… Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre… Quedarán solitos en casa… Pero no se asusten ni tengan miedo… Y ahora, adiós, hijitos míos… Me van a dar ahora un beso…Un beso a cada uno… Pero ligero, chiquitos… Un beso… a su piapiá”.

Luego, la muerte de Subercasaux queda cortada por una elipsis muy suave: “Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta, y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender. […] Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol”.

La angustia que produce este final es la misma que emana de la narrativa de Guy de Maupassant: el desasosiego ante lo desconocido. “El Desierto” es un cuento para que el lector lo asuma como una aventura en donde un hombre, desafiando la selva, primero pierde a su esposa y luego muere, dejando dos niños pequeños a la eventualidad de lo ignoto, tal como acontece en la teoría del eterno retorno de Nietzsche.