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El libro de cuentos “El desierto” (1924), de Horacio Quiroga (1878-1937), sobre todo el relato que da título al libro, escrito en una prosa que desborda sufrimiento, compasión y expectación, traslada al lector hacia los límites angustiantes de un dolor que el escritor uruguayo-argentino vivió durante toda su existencia.
De ahí, a que en “El desierto”, el hijo de Subercasaux, personaje principal del relato, caracteriza al propio Quiroga, en una construcción en abismo que se desplaza y enlaza hacia y desde la propia ficción, rememorando la perspectiva de un trágico autor que, siendo un niño recién nacido (1879), perdió a su padre en un accidente de cacería y luego a su padrastro a los dieciocho años (1896), muerto por suicidio tras una severa depresión.
Obra de su madurez, “El Desierto” es un cuento perfecto, donde Quiroga mezcla lo mejor de su imaginación en una narración en tercera persona que condensa múltiples voces interiores en una estructura que documenta los modos de producción de la selva y su equilibrio vivencial.
Quiroga, que se suicidó catorce años más tarde, completa el volumen de “El Desierto” en 1923, y lo publica un año después. La cronología negra de muertes había pasado revista a su padre, muerto trágicamente en 1879; a su padrastro, suicidado en 1896; a dos hermanos muertos en 1901; al suicidio de su esposa, Ana María, en 1915. Es decir, “El Desierto” es una narración para hacer llorar al más duro de corazón, resumiendo, como ficción, una poética del dolor extremo.
Como en toda su obra —sea ficción de la selva o de la ciudad—, “El Desierto” abre su narración en una canoa que “se desliza de noche costeando el bosque, o lo que podía parecer un bosque en aquella oscuridad”, desde la voz de un narrador que envuelve al protagonista, Subercasaux, narrándose a sí mismo: “Subercasaux sentía su proximidad (la de la costa, la del bosque), pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable”.
Y Aunque Subercasaux viaja acompañado de sus dos hijitos —de cinco y seis años— (‘Subercasaux no iba solo en la canoa’), no es sino pasadas las quinientas palabras del relato donde Quiroga decide presentarlos, advirtiendo por primera vez “que los compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, […] cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que juntitos y chorreando agua del capuchón, esperaban tranquilos a que su padre volviera”.
Quiroga tenía que presentar, ante todo, la escenografía donde hombre y selva -como en Jack London- protagonizan los papeles cruciales: el hombre como habitante-pensante que conoce los modos de producción y sus recursos, adaptando a ese hábitat a su vital conocimiento, tal como Edgard Allan Poe en relación con la realidad fantástica; o como Rudyard Kipling en relación con la aventura humana. Porque, ¿de qué vale la existencia si el hombre, reconociendo que todo está dado, no objeta los recursos a través de su exposición al peligro?