La calurosa costumbre de quemar libros no es de la era moderna. La Biblioteca de Alejandría que fue la más grande de la antigüedad terminó su larga vida al ser incendiada por el califa Omar en el año 634, que lo hizo basándose en un curioso argumento: Los libros de la Biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y son redundantes.
Este razonamiento notable, que fue objeto de un exquisito comentario del filósofo argentino Tomás Simpson, costó a la memoria humana una buena cantidad de obras irrecuperables, pero no tantas como se cree.
En realidad, cuando el califa Omar tomó su drástica medida, la Biblioteca era sólo la sombra de lo que había sido alguna vez, y de ella quedaba muy poco, perdido en sucesivos desastres.
La Biblioteca formaba parte de una institución llamada el Museo: una y otra fueron fundadas por Ptolomeo Soter, rey de Egipto(305 a 285a.de C.).
Este buen Ptolomeo era uno de los generales que tras la muerte de Alejandro Magno (323 a. de C.) se apoderaron de los trozos de su imperio.
En la repartija, a Ptolomeo le tocó Egipto: la dinastía fundada por él duró hasta el año 30 a. de C., cuando Cleopatra gestionó su automuerte mediante los eficientes aunque no necesariamente privados.
En la acepción clásica, la palabra museo significaba un lugar donde se adora a las musas, es decir, donde se cultivan las artes y las ciencias.
El Museo de Alejandría y por ende la Biblioteca, estaba ubicado en el barrio alejandrino llamado primeramente de los Palacios, y más tarde Brucheion; podemos conjeturar que se trataba de una especie de barrio residencial de dimensiones colosales; según algunos testimonios ocupaba entre un cuarto y un tercio del cuerpo principal de la ciudad.
Museo y Biblioteca se contaban entre las instituciones más prestigiosas del mundo antiguo: el bibliotecario y director del Museo era nombrado por el rey de Egipto en persona.