Lo peor de la crisis interna que abate al Partido Revolucionario (PRD) no sería que una de las partes confrontadas logre expulsar a la otra, sin posibilidad de promover algún tipo de unidad en la diversidad, sino que la población se acostumbre a esos recurrentes episodios y que por esa causa disminuya sustancialmente sus niveles de crédito e influencia social.
El sesgado liderazgo perredeísta debería entender que su acentuada pugna intestina no monopolizará por siempre el interés general, máxime si dentro de dos meses se juramenta un nuevo presidente de la República, lo que sin dudas concitaría mayores expectativas en los diversos sectores nacionales.
Si bien es cierto que una solución a la controversia del PRD no se avizora al doblar de la esquina, es menester advertir que anuncio como el de tomar las calles para reclamar institucionalidad no acerca a ninguna forma de avenencia, porque para poder exigir transparencia hay que erigirse como modelo de legalidad organizacional.
Culpar al Gobierno o al presidente Leonel Fernández de la crisis del PRD puede ser un argumento efectivo, pues se deriva de los resultados electorales que han sido cuestionados por una de las partes enfrentadas, pero es obvio que la búsqueda de solución de ese conflicto corresponde a la dirección y base de ese partido, sin más dilaciones ni excusas.
Ni uno ni otro sector del PRD están en condiciones de convocar a movilizaciones públicas porque se carece de motivos, en razón de que el Gobierno actual cesará el 16 de agosto y porque no se puede reclamar nada aún a una administración que apenas se instalará en esa misma fecha y porque esa convocatoria a movilización en nada contribuye a la unidad perredeísta.
Es tradición en la democracia política dominicana que al comenzar un gobierno, cualquiera que sea, la oposición y la sociedad le conceden cien días de gracia para que muestre a grandes rasgos sus perfiles de gobernanza, tras lo cual se enfatizan las acciones partidarias y sociales con las cuales se procura que las autoridades ratifiquen o apliquen tales o cuales políticas.
En vez de tomar el camino de las calles, el PRD debería abocarse a un auténtico ejercicio dialogante, mediante el cual su liderazgo concilie vía de arbitraje para dirimir sus problemas mayores y se respeten las decisiones de sus órganos de dirección válidamente constituidos.
Lo peor que puede ocurrirle al PRD es que su razón de ser, la de esencial contrapeso político y social, se diluya hasta degradarse en un simple elemento de distracción sobre el cual la ciudadanía pierda interés mayor. Es por eso que, para la salud de la democracia, se exige que la dirección perredeísta actúe con mayor sensatez y cabeza fría, aunque ardan corazones.

