Por: Luis Pérez Casanova
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El precio que se ha pagado por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la nacionalidad ha sido demasiado alto. La imagen del país ha quedado por el suelo. Y lo grande es que si en el diálogo con Haití priman la intolerancia y la sinrazón el daño puede ser peor.
En un encuentro en el Palacio Nacional con representantes de descendientes haitianos, el presidente Danilo Medina planteó la posición más ecuánime y sensata al señalar que al fallo había que buscarle una salida humanitaria. Pero la soberbia de sectores que izaron la bandera del patriotismo, el nacionalismo y el pensamiento del patricio Juan Pablo Duarte ha obstaculizado cualquier iniciativa, incluida una amnistía para los afectados, para evitar el escarnio que se cierne sobre República Dominicana.
El presidente Medina no ha desistido de encontrar una salida, pero el coro que lo rodea, salvo el ministro Gustavo Montalvo y otras honrosas excepciones, no deja de nublar el horizonte. Por la intrasigencia de esos sectores, el Gobierno ha tenido que concurrir a punta de pistola, claramente a la defensiva, a un diálogo que si bien es necesario, ha sido impuesto por la comunidad internacional.
Tendrá en su contra a observadores como el Gobierno de Venezuela, que ya ha enviado un claro mensaje y que ha sido de los principales mediadores, y a los países del Caricom. ¿Cómo negarse? No había necesidad de exponerse ante una sentencia que, al margen de violar acuerdos internacionales, es insensata e inhumana.
El problema no es migratorio, como se ha tratado de hacer ver con el deliberado propósito de engatusar incautos. El problema es la desnacionalización y el limbo de decenas de miles de dominicanos de ascendencia haitiana. Por más que el Gobierno hable de dialogar con dignidad, respeto, la frente en alto y en defensa del interés nacional, comparece a la defensiva. Y con un arma apuntándole a la cabeza.

