Editorial

Qué hacer?

Qué hacer?

La conciencia nacional  se estremece  de nuevo con el caso de un niño de siete años  asesinado por  otros  cinco menores que le  fracturaron la cabeza a pedradas para robarle 300 pesos que había ganado como pedigüeño en la vía pública. Ya antes la  colectividad quedó conmovida con las historias de la madre asesinada a balazos por su marido en complicidad con la hija de ambos y la  de la  adolescente que  mató de 20 puñaladas a su bisabuela, de 93 años.

Sin enterarse de leyes que prohíben el trabajo infantil, Randy Beltrán ya trabajaba como un hombre a su corta edad para  ayudar  al  sustento de su familia. El sábado último el niño tuvo una buena jornada laboral, lo que motivó que sus compañeros, con edades entre 13 a 15 años, decidieran  asesinarlo para despojarlo de 300 pesos. Fue ese un asesinato brutal como si los menores homicidas carecieran de la más mínima noción de humanidad o  estuviesen formados en el entorno más salvaje en ausencia total de valores y  donde la vida  carece del más mínimo significado.

A la vuelta de poco tiempo, la sociedad ha sido consternada por  tragedias sin referentes ni parangón, como la de la hija que  convivía sexualmente  por más de un lustro con su padre biológico  y que convino en limpiar la sangre derramada por su madre al ser asesinada por  su progenitor y después ayudar a ocultar el cadáver. ¿Qué decir de la adolescente de 14 años que infirió 20 cuchilladas a su bisabuela, la mayoría de las cuales asestadas después que la víctima había expirado, para  robarle unos cuantos dólares y  algunas monedas?

¿Por qué la sociedad pierde  tan aceleradamente su  caudal de valores éticos, morales y familiares acumulados  durante  siglos? Maestros, sacerdotes, psicólogos,  sociólogos, psiquiatras y politólogos  ofrecen respuestas  diferentes y a veces divergentes.

Lo que no parece  tener motivo de discusión es la imperiosa necesidad de que  se legisle en la modificación del Código Penal a los fines de incrementar la  severidad de las penas aflictivas e infamantes, como advertencia categórica de la sociedad de que por ningún motivo tolerará la comisión o intento de ningún  tipo de crimen, sin importar quien infrinja la ley. Se requiere insertar en esa legislación penal la figura de las penas consecutivas para que  el agente infractor sea condenado conforme a cada una de las infracciones perpetradas, con lo cual  la sanción podría sumar decenas de años, conforme a la gravedad de cada ofensa.

Antes que cualquier  receta al drama de la criminalidad, la sociedad está obligada a imponer la majestad de la ley, que debe ser severa y justa, en proporción a la gravedad de la infracción criminal.  Es asunto de vida o muerte.

El Nacional

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