Dónde está mi odio que requiere de ti y de todos? ¿Dónde habita ese ácido gris que corroe, daña, zarandea, entorpece, veta, embriaga, clava, golpea, ahoga, y al fin matará por esclavitud mis esperanzas? ¿Dónde puede ser gritado; dónde se esconde esa odiología parecida a la heredad de un cielo/infierno que construye lo desintegrado, lo fragmentado en blanco/negro, en bueno/malo, en cientos de dicotomías lanzadas como rayos para enfrentar lo resignado, lo tranquilo y detenido desde esa frontera diluida?.
Por eso deseo odiar lo estabilizante, odiar lo que se inicia, lo que parte; odiar lo que llega y por llegar, lo que se derrama y lo que se vierte, odiar las señales, los disparos sonoros que dañan mis oídos; las lámparas que no alumbran, las cobijas que estancan los llantos; las pisadas que no dejan huella, los quietos musgos crecidos sin verdor sobre lo inerte.
¡Ah!, cómo deseo odiar la nada que se anuncia, la pérdida total del sereno arcoiris, la muerte súbita de la mariposa, el relumbrón efímero del sol contra la arena, la cascada de lluvia temporal, el salto sin vuelo de la avutarda, la crujía de muerte de la hoja seca, la brillante lágrima en el ojo del niño.
Sí, sentir un odio súbito, un odio a muerte, un odio mortal por el árbol que cae, por el río que muere, por la prostituta que nace, por el nuevo negociante que nos vende, por el ozono que muere, por el desierto que crece.
Sí, pero debiera enterrar mi odio bajo la huerta de Constanza, hoyando profundamente la tierra con las manos enguantadas y abrirme el pecho para extraerlo gota a gota, colocándome de espaldas a la historia que contarán de esta nación que se dispersa.