Si todavía se requiere de la mediación de la Iglesia para que partidos y candidatos se comprometan a realizar una campaña electoral decente y tranquila, entonces hay que admitir que en República Dominicana la democracia política ha retrocedido en vez de avanzar.
De muy buena fe, el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez se ha ofrecido para promover ese tipo de acuerdo que advierte debe ser suscrito de manera responsable, porque no sería testigo de embustes ni compromisario de tonterías.
Los partidos de la Liberación (PLD) y Revolucionario (PRD) parecen dispuesto a endosar un pacto que al menos evite confrontación física entre sus militantes, aunque no está claro si tal compromiso abarcaría erradicar toda forma de campana definida como sucia.
No habla bien del espacio democrático ni de la madurez del liderazgo político que todavía sea necesario firmar un pacto de no agresión para que los partidos puedan delinear el uso de espacio y tiempo de campaña de tal manera que se eviten encontronazos entre caravanas o marchas de banderías opuestas.
Se supone que los comandos de campaña de esas organizaciones deberían intercambiar rutas y cronogramas a los fines de que no coincidan sus actividades proselitistas. Ese ejercicio de civilidad no requeriría de pactos como si se tratara de la tercera guerra mundial.
Aun así, se saluda la manifiesta intención del PLD y PRD de endosar algún tipo de acuerdo que garantice paz, respeto y sosiego en el difícil trayecto de tiempo que resta hasta el día de las votaciones, cuando los electores decidirán quiénes dirigirán los destinos de la nación por los próximos cuatro años.
Para la Iglesia debería reservarse el elevado y complejo compromiso de mediación en procura de que se concierte un gran pacto por la gobernabilidad y el desarrollo sostenido en el que participen por igual Gobierno, partidos, empresariado y sociedad civil, lo que significaría una concertación social y política para definir el camino hacia un estadio pleno de prosperidad y justicia.
Ese paso trascendental de consolidación democrática no sería posible si la Iglesia y la sociedad reducen su espacio e influencia a matizar un pacto para que partidos y candidatos se comporten de manera decente, algo que cada quien ha debido aprender a ejercitar en el seno familiar.

