(y II)
Hace unos días observé a una señora corregir de forma muy hostil a un niño de unos seis años, muy triste se alejó de ella y se sentó en un banco de hierro de la terminal de autobús donde me hallaba; luego se recostó del hombro de su hermanita y esta lo tomó del cuello y lo golpeó contra el espaldar del asiento.
Sin lugar a dudas, para un niño, ese tipo de experiencia tendrá su impacto en la formación de su personalidad y se reflejará en sus relaciones emocionales con quienes le rodean en el ámbito familiar y macrosocial.
Recientemente, madres han quitado la vida a sus vástagos (filicidio) y otra le desprendió parte del cuero cabelludo a su hija, como dicen que los pieles rojas en EE.UU. le hacían a los “caras pálidas” que colonizaban sus tierras.
Ocurren homicidios y asesinatos horripilantes cada vez más y algunos casos a sus autores se les atribuyen patologías psicóticas, por lo que demandarían inimputabilidad en los tribunales.
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En el ámbito de la psiquiatría forense, es cierto que un acto socialmente nocivo no constituye necesariamente un crimen, si la acción no ha sido deliberada; si el estado mental le priva de “racionalidad y juicio”.
Sólo es posible invocar el Derecho, cuando se supone una acción ilegal, porque ni la conducta, por nociva que sea, ni la intención de hacer daño son, en sí mismas, bases para una determinada acción criminal.
Por eso, la reclusión debe ser sopesada legal y psicológicamente, ya que constituye una experiencia única tan traumática que es poco probable que responda bien a la rehabilitación mental.
Por todo lo anterior, cuando el psiquiatra se llama a declarar ante un tribunal debe estar consciente de no externar juicios morales, debiendo limitarse a sus apreciaciones clínicas del sujeto juzgado.